viernes, 20 de septiembre de 2013

EL REINADO DE LA AREPA. Orlando Ramírez Casas-ORCASAS.

EL REINADO DE LA AREPA


ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)

No nací allí, pero llegué al barrio Belén Altavista, parte baja, en los años sesenta.  Tiempos eran esos en que para llegar a Manzanillo y La Capilla se bajaba por La Gloria hasta la 76 y se caminaba derecho hasta Belén Rincón.  Desde Las Margaritas, en cercanías del Club de Caza y Tiro Diana para adelante, sólo había mangas y algunas pocas, pocas, casas viejas.  Belén Rincón era una sola calle serpeante, o por lo menos eso me parecía en los alrededores de Tres Esquinas.  No existían la Avenida Ochenta, la Clínica Las Américas, el Cementerio de Campos de Paz, ni La Motta; y la Loma de los Bernal era una finca desde el Colegio de la Inmaculada hasta los Tejares de Buenavista.  El Club el Rodeo tenía acceso desde Cristo Rey en Guayabal por una vía destapada o sin pavimentar que se adentraba entre la pista sur del Aeropuerto Olaya Herrera y la fábrica de Codiscos.  Yo era un adolescente que mis padres consideraban niño pero me creía hombre; y no era ni lo uno ni lo otro.  Había perdido mi puesto de mensajero y me juntaba con otros desempleados para andar las calles. Nos decían vagos.  “Vagos, no –aclarábamos–.  Somos estudiantes y trabajadores en receso”.  El diablillo que habita en la conciencia me impelía para que les propusiera hacer alguna cosa y no quedarnos ahí en la esquina, sentados, sin hacer nada.  El ángel de la guarda me azuzaba para que buscara trabajo:

         Hacelo por la vieja, salite de la barra, no ves lo que te espera si continuás así…[i] –me cantaba al oído.

Era una tarde de jueves en que todo el mundo parecía haberse ido a trabajar, menos nosotros. 

         El día está bonito.  ¿Por qué no nos vamos después de almuerzo a bañarnos en los charcos de Belén Rincón?

         Listo, vamos.

Eramos cinco.  Cuatro muchachos sanos y un fumador de marihuana que tosía espectralmente.

         Tengo una amiga que nos acompaña a los charcos –dijo Vareto–.

La amiga dejó los estudios a mediobachillerato, y se dedicó a los oficios de la casa.  Espera a que la mamá se acueste a la siesta del medio día para ir a la esquina y darse “un toquecito en la cabeza”.  Aceptó ir con nosotros a bailar, a bañarnos, y “pa´las que sea”.  Llegamos los cinco, con ella, a Tres Esquinas; pero Belén Rincón estaba amodorrado sesteando el almuerzo y no se veía a nadie por las calles cintileantes del calor.  Las casas de tejas de barro y paredes desvencijadas, como si fueran a desplomarse, algunas, sobre la calle.  Ventanas arrodilladas y puertas de madera a la antigua, con cerradura de ojo grande como las que abrían las llaves de San Pedro.  Aldabones para tocar la puerta, de modo que escucharan las señoras que estaban asando arepas en la cocina, bien al fondo.  El sol crujía y el sudor nos caía a chorros.  Encontramos una cantina con dos puertas cerradas y una a medioabrir “para que el sol pase de largo y no se nos entre”, y pedimos seis cervezas bien heladas.  Se oyó un chirrido cuando el trago amargo y refrescante bajó por las gargantas.  Pusimos unos pesos en el tragamonedas y la chica, que bailaba como un trompo, bailó con todos… menos conmigo, por no saber bailar.  Después nos fuimos al primer charco de la quebrada La Guayabala que estaba ocupado por un señor lavando un camión en la parte más baja; unas señoras, que lavaban ropa con las piernas en el agua, la falda atrapada entre las rodillas, y las manos ocupadas en golpear la mugre contra las piedras; ocupaban el del medio.  Subimos otro poco hasta encontrar un charco disponible para nosotros solos.  La chica puso su minifalda y su suéter de botones sobre una piedra, y se bañó con una blusa que, al mojarse, se veía transparente y dejaba traslucir los senos y los únicos calzones que llevaba.  Cargaba una bolsa plástica para no tener que meterlos húmedos a la mochila y mojar los cigarrillos.  Nadaba bien y probó a saltar desde una piedra, jugando luego a tirarse agua con todos… menos conmigo, por no saber nadar.  Vareto se ofreció para jabonarla, pero ella dijo déjeme que yo puedo sola.  Luego salió a tomar el sol y a fumarse un vareto de marihuana.  Nos le apartamos todos… menos Vareto, porque era el único al que no le molestaba el olor del humo dulzón.  Entonces llegó el momento de “pa´las que sea”, pero ella no quiso sino con el monito de ojos claros… el único que le gustaba pa eso.  Nos conformamos con pararnos en el camino a escuchar jadeos y a mirar si venía algún extraño, “pa´campanialo”.  Al lado teníamos el tocadiscos que “la novia de todos” había llevado para oír long plays o discos de larga duración.  Era una de esas grabadoras inmensas que, para cargarlas, precisaban el hombro de un nazareno.  Funcionaba con cuatro pilas de taco, que el aparato devoraba mientras sonaban los discos de un solo lado.  Había que reemplazarlas al voltear el long play.

         Campaniame bien hermano, y no pretendas engrupirme… –sonaba el tango que nos consolaba de los fracasos.

No hubo inconvenientes.  La grabadora fue y volvió y corrió el mismo peligro que hubiera podido correr la virginidad de nuestra acompañante, o sea ninguno.

Días después volvimos a Belén Rincón, pero sin llevar a esa vieja porque no es sino calentadora, dijimos.  “A mí no me parece, dejen la envidia”, dijo el monito de ojos claros.  “Quédese usted con ella, que nosotros nos vamos solos”.  No pasamos de Las Margaritas.  Venía un desfile con las candidatas al “Reinado de la Arepa”.  En el resto de la ciudad, la época de las pilanderas había quedado atrás; y la de asar las arepas en callana y fogón de leña, también.  Pero no había llegado aún la Arepa-Harina ni las arepas precocidas de supermercado, y todavía se asaban arepas en la estufa eléctrica del hogar. Belén Rincón se había convertido en el paraíso de las arepas para surtir los restaurantes y negocios de las plazas de mercado, y de allí salían de todas clases: blancas, amarillas, redondas, delgadas, tamaño grande, mediano, pequeño.  Los pequeños molinos marca Corona, Victoria o Universal, de manivela manual, habían dado paso a las poleas con motor eléctrico que despachaban cargas de maíz en poco tiempo.  Ahora la producción era industrial y, en un país que se da el lujo de tener reinas de todo (de belleza, del bambuco, del folclor, del maíz, del café, de la papa, de la panela), no podía faltar la reina de la arepa.  Apareció el desfile por la 76 con unas cinco o seis carrozas acondicionadas  en coches de caballo.  Los séquitos adornados con sombreros tapados con los capachos de las mazorcas, los cuellos adornados con collares de arepas.  Las carrozas mostrando mazorcas de todas clases: verdes, amarillas, abiertas, sin abrir, con penachos rubios y sin ellos.  Adelante uno de los que desafiaban al cielo con cohetes voladores cuyo estallido anunciaba que había que estar atentos a la caída del palo.  Atrás, otro cohetero contestando los desafíos.  Los músicos caminando a su alrededor y, sobresaliendo entre todos, el de la tuba.  Pilas de muchachos por los lados haciendo barra.  Alguna carroza con un molino de mano que la candidata vestida de campesina aparentaba accionar durante el recorrido.  La imitación de un fogón simulado con cubiertas de celofán anaranjado parecía crepitar, cimbreando como el fuego.  En la callana, una arepa humeante que la cubría hasta los bordes y parecía ser capaz de dar de comer a cuatro o cinco bocas hambrientas.

         Ya sé quién gana –dijo el monito de los ojos claros que había resuelto acompañarnos sin la chica.

         ¿Quién?

         Esa que lleva la arepa más grande y menos quemada.

El desfile siguió rumbo al parque de Belén, pero nosotros no quisimos seguir porque de seguro había mucha gente rondando por los charcos.  Regresamos a casa con el rabo entre las piernas y aullando el tango que nos gustaba:

         …Salite de la barra, ¿No ves lo que te espera si continuás así?




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ORLANDO RAMÍREZ-CASAS (ORCASAS)
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PS: Mensaje recibido del urbanohistoriador (y arepólogo) Hugo Bustillo Naranjo, a quien le compartí el borrador de este escrito. Con él recordábamos “La arepa quesuda” de los carritos de la Avenida 80, al cruce con la Avenida 33, en donde una sudorosa negra despachaba hambrientos con las dos manos metidas en la masa de arepas y en el molido de queso. Recordábamos la vía a Guarne con sus negocios de Armando Arepas, La Arepa de la Primera Negra y La Arepa de la Segunda Negra; que eran paraderos obligados cuando se daba la Vuelta a Oriente, antes de que los secuestros y retenes de la guerrilla en Don Diego, casi en las goteras de Medellín, metieran susto a los viajeros y los obligaran a encerrarse en casa; lo que causó la quiebra de los negocios de arepas y muchos otros que se quedaron sin compradores:

Saludos, Orlando:

Te agradezco participarme el borrador con ese relato de tu recorrido rinconeño, que me trajo a la cabeza unos arepudos recuerdos que te quiero compartir. 

El reinado  de la arepa empezó a impulsarlo la compañía Landers Mora (creo que todavía se encuentra en el mismo asentamiento de Tenche) que fabrica los Molinos Corona, e invitó a concursar a las maestras areperas de Otrabanda: Tenche, el barrio Antioquia, Belén Sucre, y Belén Rincón. Puso condiciones para los premios: la arepa más grande y la de mejor sabor, en blancas y amarillas, de maíz pilado (cáscara) de maíz trillado y de chócolo, en telas y redondas acompañantes. Igualmente cuáles eran asadas en carbón de leña o carbón de piedra.

Entonces se conocieron las habilidades horneadoras  de las hermanas Tolia y Sixta Pabón, Carmen Galindo, María Cotola, Leonor Taborda, Luisa Gómez, Merceditas Calle, Chinca y Gabriela Restrepo, Virgelina Vélez, Gabriela y Eugenia Gutiérrez, Efigenia Mazo y Paula Molina, entre tantas otras; la mayoría ya fallecidas. Sobreviven dos o tres.

Las lindas reinas barriales, por otro lado, estaban respaldadas por las expertas del maíz que ganaran en la contienda. La diestra Tolia en cinco oportunidades fue la mejor. El Rincón se llevó el Primer Reinado con Martha Leonor Gómez y varios reinados siguientes, cuando comenzaban los primorosos años sesenta. Corona entregó molinos de grano como premio a las participantes, además de ollas a presión Universal. 

Las industrias antioqueñas, que en la jornada laboral incluían los desayunos, almuerzos, y comidas para los trabajadores, empezaron a efectuar encargos a las avezadas rinconeñas y en las casas de Tierra Santa, Guyaquilito, el Hueco de Fina, Tuntunal, Naranjal, la Primorosa, Culoestrecho, y demás, a fabricarlas. A la una de la mañana empezaban sus labores. Los fogones y humaredas llenaban de nubes desde el Alto de los Gómez hasta el pie de monte de los Joaquinillos, que buscaban salida por la Hondonada y hacia Careperro, en donde se comunica un extremo de Belén Rincón con el otro extremo del barrio Guayabal.

Efigenia Mazo agarró el contrato de su vida. Cinco mil arepas semanales, de las chiquitas o trompitos, para la cárcel de la Ladera. Hoy la mejor arepa de toda la región la elabora la calidosa Nena Cuervo Román, ahí en los estribos del Ñeque, en el Rincón.   

Cordialmente, 

Hugo Bustillo Naranjo




[i]               Hacelo por la vieja.  Tango con letra de Carlos Viván y música de Rodolfo Schiamarella.