Notas del Belén Antiguo
LA
HERENCIA
LUIS ERNESTO PÉREZ OSORNO
En aquella tarde, diferente a las demás,
se había despedido más temprano el sol.
Transeúnte cerca del puente de San
Bernardo, iba con mis hermanos menores y dos de mis sobrinos pequeños a
quienes, juguetones e inquietos, les agradaba dar paseos conmigo, pues se
divertían, corrían, conocían nuevos senderos de la ciudad, vivían sus propias
historias, cantaban, preguntaban, discutían, querían helados, descalzarse,
subirse a los árboles, bajar a las quebradas, brincar ese muro, perseguir una
vaca, coger esos mangos y esas pomas, pasar por los alambrados, pescar
corronchos, coger sapos, elevar cometas, llevar ramitos de flores a la mamá,
oler las hojas de cachivache, en fin, todo, menos descansar o suspender, por un
minuto ¡Uff! la cháchara, la preguntadera, la gritadera, la peleadera o, ¡por
favor!,¡ la brincadera y la pedidera!
Algunas veces, se presentaban algunos
pequeños incidentes, como aquel domingo, en el Zoológico, a donde los había
llevado a ver y a conocer animales exóticos, aves raras, leones, tigres; a la
famosa Agripina y a la elefante que días antes había bautizado Pacheco. Pero
toda esta tentación infantil fue fútil ante el parque de juegos mecánicos
situado justo al frente de la entrada y a la entera disposición de los
incansables. La rueda, el carrusel, el columpio, el tobogán, las paralelas,
hicieron caso omiso de mis ruegos para que ingresáramos al Zoológico y rendido
finalmente ante la evidencia de sus verdaderos deseos, permití que desplegaran
todo su potencial y gastaran la energía que les encendía las mejillas y les
brotaba en las frentes como un rocío de su inagotable sudor. De pronto: ¡gritos
y llantos! El más inquieto y el más acróbata, se subió al carrusel colgado del
poste central y el ineludible movimiento le aprisionó la camisita, enredándose
en ella y dejándolo sin defensas y con algunos trozos de piel engullidas por la
máquina.
Esa tarde, al pasar el puente, delante
de la finca de Don Quico Molina, escuchamos un disparo y cercano un zumbido...
-¡Agáchense, tírense al suelo! fueron
las palabras que oía que salían de mi boca y los niños, asustados, se
resguardaron bajo la baranda del puente. Lentamente miré lo que sucedía y logré
avistar una figura delgada, con sombrero campesino blanco y una escopeta en las
manos aún humeante como su boca de la que todavía salían palabras de fuego
dirigidas contra alguien que en la parte posterior de la finca pretendía
robarse algunos mangos.
Ese señor era un personaje muy conocido
en el Belén de nuestra infancia. Dueño con su familia de gran parte de las
tierras del lado occidental de Medellín, tan grande era la propiedad que, según
se decía por entonces, iba desde el puente de San Juan, por Arrabal y
Conquistadores hacia la Bolivariana (mi padre decía que los terrenos de esta
universidad fueron vendidos por don Quico), Rosales, La Alameda, el Parque,
Tenche, Barrio Granada, Barrio Medina, San Bernardo, Altavista y un largo y
extenso etcétera. Tan conocida era su fama de ricachón como la de avaro,
cicatero y ruin, que tan acucioso disparaba contra un joven asaltante de
mangos. Algunas veces lo vi en la Plaza de Belén y en algunas de las caminatas
por las viejas calles del Barrio. Su traje campesino pero sustancialmente
mezquino y pobrete, lucía los indicios de la dejadez y descuido. Pantalones de
tela de dril ordinario que alguna vez fueran blancos, se sostenían a la cintura
por una apretada cabuya y la bota le llegaba hasta antes de los tobillos,
dejando visibles los mugrosos y desnudos pies, cubiertos por unas alpargatas de
arriero que alguna vez tuvieron mejor vida. La camisa, mangas cortas, cuello
apretado a la garganta, con algunos ojales huérfanos de botones y de un blanco
sin definir, pues los calores y el sudor de muchos días la tiñeron de cierto
ocre por los lados. Sombrero blanco de fique, tipo aguadeño, con alas ajadas y
rendijas por las que pasaba el sol. Colgado en el hombro izquierdo un viejo
carriel despelucado, medio abierto. ¡Quién pudiera contarnos qué contenía! Su
arca santa era inviolable. Nadie por allí inquiría ni oliscaba y menos metía la
mano. Era celoso con sus pertenencias. Las manos, como dos guardias, mantenían
la vigilancia y pocas veces se separaban de donde parecía estar su tesoro.
Dedos largos, uñas de medio luto permanente. Manos dispuestas a abrirse para
recibir y apretadas para dar, dejaban adivinar el aspecto de la piel, bronce
antiguo requemado, con vellos y venas que serpenteaban palpitantes. Y toda esta
indumentaria apenas escondía su rostro, que por cualquiera razón, no era el de
quien se supone que debería llevarla. ¡Qué contraste! De su cara no salía
mezquindad. Esta manaba de su corazón. De los ojos se escapaban moneditas
brillantes de pícaro vivaz, infantiles. Boca menuda, desmenuzaba sonrisas
cortas y frecuentes. La piel guardaba algunos secretos ancianos pero se
sonrojaba a la luz del sol. De palabra fácil, el saludo se seguía de “mijito”
que decía a todos. Por nada o por muy poco, la mirada, la sonrisa y la palabra
tornábanse por las de un arriero de Sopetrán y su descarga iracunda le hacía
blandir el zurriago a diestro y siniestro alejando de sí a quienes pudieran
molestarlo, del mismo modo como, con su escopeta, ponía en fuga a los que
quisieran arrebatarle lo que era suyo.
Madrugador, solían verlo los noctívagos
y los trabajadores tempraneros en el café de la esquina diagonal a la Iglesia,
saludando a algunos parroquianos a los que extendía la mano para pedirles los
diez centavos que costaba el tinto. Algunos ya le conocían las mañas y se lo
ofrecían y pagaban sin que se los pidiera. Otros sentían vergüenza y se
apenaban del mezquino ahora avariento ricachón.
Una mañana fría de abril iba acompañando
a mi padre por las calles del parque de Belén y vimos cómo, con su menudo
cuerpo y andar liviano se nos acercaba con la frente fresca y ojitos bailadores
y el esbozo de una sonrisa que más que de dar era de pedir. Y, en efecto, casi
pasando por encima del “buenos días”,
los dedos alargados se acercaron con finos temblores y nos señaló la esquina en
donde los madrugadores solían iniciar el día con la tibia caricia de un tinto y
en donde también deleitaban su mañanear con buñuelos y, recién horneados,
panes, pandequesos, tostadas, bizcochos y arepas y papas rellenas. Y en donde
ya, como en un pequeño mundo, se comenzaban las conversaciones de los grandes temas
locales: el último sermón del padre Cadavid y las andanadas del párroco contra
el Teatro Mariscal con maldición a bordo y contra las malas costumbres de las
mujeres de aquellos días, que, acompañadas con sus novios, pasaban la misa
charlando en el atrio o iban con los abominables pantalones a media pierna o
con la manga de la blusa muy corta o las faldas muy ceñidas. La plaza se iba
calentando desde esta esquina. Hacia allá nos dirigimos con nuestro convidado y
su hablar menudito, como midiendo y contando las palabras que se le salían,
expresaba un cierto dejo de cansancio que no ocultaba aun cuando mandaba,
ordenaba y exigía con el decir y el dedo índice apuntador. Sin esperar
demasiado, pasaron por su boca rápidamente y con fruición, varios buñuelos, pedazos
de salchichón y dos tazas de chocolate espumoso y oliente. Los labios ocultaron
los precarios dientes, y por ocasiones asaltaba la harinosa presa como si se
tratase de un trozo de chicharrón al que quisiese desnudar pronto con su único
canino. La mano derecha acariciaba la panza como midiendo la satisfacción y la
sonrisa pedidora cumplía su cometido. Era entonces cuando entrado en calor, las
palabras confesaban sus carencias. Su noche había sido corta porque los
fantasmas y los demonios llenaron su cama de piedras y el perro se había meado
en la manta y los ruidos desde la quebrada le espantaron el sueño y dos o tres
veces tuvo que levantarse con la escopeta y con palabrotas a poner en fuga a
los invasores de su predio. Ya era costumbre y, guardián de su heredad, celaba
y vigilaba sin descanso y en los ojos se delataba la fatiga de noches sin
reposo y el mirar del ojo izquierdo se opacaba mientras el otro parpadeaba
incesante e incansable. La mano derecha seguía acariciando la barriga y el
carriel que tampoco esta vez iba a abrirse. En el bolsillo de la camisa,
llevaba con cierto cuidado varios empaques vacíos de cigarrillos Dandy y
Pielroja con el forro de papel de estaño que coleccionaba del suelo y con los
que pagaba las ocasionales visitas donde “Ñato” el peluquero, que cobraba su
trabajo a diez centavos con 30 empaques o a veinte sin ellos. Su rostro
palideció, el gesto se endureció y las palabras se prepararon para salir
insultantes, al acercársenos un mendigo que sabía de la generosidad de mi padre
y burlaba sordamente los improperios del invitado que mejoró el talante al
alejarse el intruso.
Me intrigaba la insistencia en posar la
mano ritualmente sobre el arca de escasos pelos. En un momento observé por
alguno de los pequeños bolsillos, guardados, unos papelitos de la lotería ya
ajados y ennegrecidos. Quise preguntarle sobre ellos, pero no me salían las
palabras y quizá mi atrevimiento pudiera hacer saltar la furia del zurriago que
amenazante reposaba sobre el muslo izquierdo. De pronto, sonaron las campanas
de la Iglesia que invitaban a la misa de seis, la de las Hijas de María y de la
Acción Católica y a la que asistían algunos trasnochados a ocupar las largas
bancas de madera y dormir algunos ratos con la seguridad que les brindaba el
templo, el arrullo de los rezos de las beatas y el tibio calor de las velas
rogativas que se encendían temprano. Don Quico era ferviente seguidor de esta
devoción y casi sin despedirse, se le oyó un “Dios le pague mijito” y
desapareció entre las negras vestiduras de las rezanderas y los feligreses con
los cuales corría a competir por su banca preferida.
Muy pronto se hizo amigo del padre
Duque, el párroco. Sucedió una de esas mañanas, pero en esta ocasión, creyó
encontrar un mejor solaz en el confesionario y lo encontró tan muelle y tan
tibio que quedó tan dormido como pocas veces lo había hecho en las bancas. De
pronto, despertado bruscamente por la voz del cura, pudo entonces darse cuenta
que tanto él como el confesor habían compartido, este sentado, el otro arrodillado,
del mismo lecho y del mismo sueño. Fue una amistad que surgió de la complicidad
y que se sustentó con algunas dádivas de Don Quico, que arañando su mentón, oía
los sermones del cura desde el púlpito recordando el paso del camello por el
ojo de una aguja y el subsiguiente temor a las llamas eternas de los infiernos
y a los tormentos que esperaban a los que se negaban a darle la limosna y los
sagrados diezmos a la Parroquia. Temeroso y débil, convencido de las
Indulgencias, ahora era fiel amigo del padre Duque. Desde entonces, los
estudiantes vieron aparecer un colegio para varones y otro para las niñas. Un
asilo para los ancianos. Varios refugios para los pobres. Un edificio con
locales comerciales y apartamentos. La Casa Cural se modernizó y la Parroquia
de Belén se convirtió en una de las más ricas de Medellín, hasta cuando
comenzaron a establecerse otras parroquias vecinas que fueron minando el
prestigio con su competencia.
La familia de don Quico, amplia y
conocida, propietaria, además de varios tejares en Altavista y el Rincón, era poco
cercana al viejo. Sin herederos, la fortuna pronto sería de ellos,
especialmente de su sobrino, el más allegado, el más atento y el que le ayudaba
en las cuentas y en los menesteres y el que mejor conocía los vaivenes y los
tejemanejes de la futura herencia. En varias ocasiones el tío “se murió”, pero tantas
otras resurgió y de tanto esperar, la herencia se fue convirtiendo en cargas de
impuestos sin pagar, desgreños, descuidos, malos negocios, y en el mito creciente
de un tesoro escondido, de un entierro en alguna parte de la finca.
Cuando llegó el día de su muerte, el del
acontecimiento largamente esperado, fuimos testigos de las exequias.
Los numerosos vecinos y conocidos y los
curiosos, a quienes esta ocasión les proporcionaba un tema de nunca acabar, por
ser quien era el muerto, y las beatas, que de ninguna manera se perdían de
acontecimientos como éste en el barrio y muchos otros parroquianos, llenábamos
las naves del templo. Sorprendido porque allá en lo que mi vista permitía, no
veía a ninguno de los familiares, le pregunté a alguien que los conocía y
tampoco explicó su ausencia. Me acerqué al féretro y allí estaba don Quico,
quieto, inalterable, con el rictus de la boca fingiendo una sonrisa, con el ojo
izquierdo abierto y el derecho con los párpados recogidos como haciendo guiños
maliciosos: “me mató el ojo”, aseguré y lo repetía. Y como un sello en mi
mente, quedó aquél retrato del embaucador, del solemne burlador, del que con
malicia parecía despedirse de este mundo ridiculizando a los que en él
quedábamos. Ahora iba a besar eternamente con su trasero a su tan amada tierra.
Salí del templo y fui de inmediato hacia
el viejo puente de la 76, a la finca de don Quico. Allí, en donde aquella tarde
sentí el susto de un disparo, se formó un tumulto. Se rumoraba, se murmuraba,
se decía, pero no se oía ni se entendía. Me acerqué y miré hacia donde todos
miraban. Allí estaban los familiares. Hurgaban, cavaban, bajaban, sacaban,
tumbaban, removían, destechaban. Cajas, cajones. Puertas, ventanas. Colchones.
Rincones, paredes, pisos, escalones. Techos y zarzos. Percutían el piso y las
paredes y el sonido falso daba pié para otro agujero.
Quizá, me dije, es su manera de expresar
su duelo y me alejé.
Pasados varios días, oía el noticiero
local y alcancé a escuchar algo. Decía el locutor acerca de una herencia que en
el testamento del difunto don Quico Molina nombraba herederos a la Parroquia de
Belén, a las Hermanitas de los Pobres, al Asilo de Ancianos, a la Parroquia de
Donmatías, al Obispo, a las Misiones y destinaba una partida especial para
misas por su eterno descanso.
Gracias por publicarme. Espero que les haya gustado.
ResponderEliminarHasta pronto,
Luis E. Pérez