jueves, 9 de abril de 2015

Un poeta en Belén:Oscar Hernández M




Un poeta en Belén:Oscar Hernández M


Experto
en muros blancos

Lucía Donadío y Alfonso Buitrago Londoño.
Fotografía: Julián Roldán


Tomado de:

/  

 

 Sin embargo mi padre en sueños me ha contado
Que es una hermosa trampa de colores
Con urnas pintadas a pistola
Y que debo quedarme en casa toda la semana.
 Oscar Hernández, “Invitación”.


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Óscar Hernández, poeta sin ciudad y sin horario, a cinco días de cumplir 87 años, espera sentado en un sofá en la sala de su casa. De una de las paredes cuelgan los recortes amarillentos de las columnas de opinión semanal que ha publicado durante cuarenta años en el periódico El Colombiano. Papel sobrante se llama la columna y sus recortes lucen como un tendedero de ropa vieja.
El poeta espera como si en realidad le sobrara algo: el barrio, la casa, las horas; cansado de esa ciudad con la que llenó sus columnas por tantos años: de su alarde, de su caos, de su política.
“A mí las ciudades no me gustan – dice desde su sofá–. Mientras más grandes y más hermosas, peores. Son una enfermedad”.
***
Llegamos a la puerta del garaje media hora después de haberlo llamado. Nos recibe con alegría de niño. Uno de nosotros –Lucía, editora de Sílaba– lo conoce desde hace años.
Esa casa del barrio Belén Los Alpes, que compró con el sudor de múltiples oficios y modificó a medida que crecía su familia –cuatro hijas y un hijo–, la partió y les entregó su parte en vida. Alargó el muro del garaje, atravesó la sala y lo llevó hasta el patio, y se quedó viviendo solo en un garaje alargado de unos cuarenta metros cuadrados.
Al principio dejó una puerta entre ambos espacios, pero con la llegada hace siete años de una sobrina venida del Sur del país, a quien él acogió, decidió separar por completo su vida. La explicación que él da es quizás más poética. A lo largo de los años tuvo veintiocho automóviles que recibía como pago de deudas y cambiaba con facilidad, pero un día se cansó de ellos.
–En la ciudad no hay por dónde moverse, y como me quedé sin carro me metí al garaje.
***
El poeta Juan Manuel Roca, quien preparó una antología de poemas del libro Las contadas palabras publicada en 2010 por la Universidad Externado de Colombia, dice que “las nuevas generaciones, como suele ocurrir con poetas escondidos por la niebla de la falta de crítica o por la neblina pasajera de la moda, vuelven ahora sobre los poemas de Hernández y encuentran en él a un hermano mayor, despojado y humano”.
No hay un poeta en ejercicio más viejo en Colombia; Álvaro Mutis tiene 89 años y Rogelio Echavarría 86, pero hace años que no publican. A ese redescubrimiento del hermano mayor de la poesía antioqueña se suman el libro Un hombre entre dos siglos, antología de poesía y prosa publicada por Sílaba Editores y la Alcaldía de Medellín en la colección Letras Vivas (2011), y Experto en muros blancos, que hace parte del libro Dos poetas colombianos, publicado por la misma editorial y el Ministerio de Cultura (2012).
La vida de Óscar atraviesa dos siglos de letras en Medellín. Es paradójico: es quizás el poeta más aislado con la vida pública más intensa de su generación. A los doce años fue jefe de la Comisión de Hormiga Arriera en la zona cafetera del Quindío: tenía dos trabajadores a su cargo. Con un hornillo y cianuro aplicaban veneno en las bocas de los hormigueros usando un ventilador. Tuvo un taller de mecánica, un restaurante, un café, un bar. Fue secretario de León de Greiff y cofundador del diario El Sol, donde escribían Manuel Mejía Vallejo, Fernando González y otros escritores de la época. Trabajó en El Correo como cronista, columnista, traductor y jefe de redacción. En El Colombiano también tuvo varios cargos, y lleva más de cincuenta años vinculado a esa casa editorial.
Este año la Universidad Autónoma de Nuevo León, en México, les encargó a los poetas Santiago Mutis y Samuel Vásquez una selección de poetas colombianos para una antología de “los veinte del veinte”. Óscar está al lado de los grandes nombres de la poesía colombiana del siglo XX: Fernando Charry Lara, Héctor Rojas Herazo, Álvaro Mutis.
“Óscar es un poeta necesario –dice Luis Arturo Restrepo, poeta y profesor de poesía colombiana–. Su obra ha mostrado coherencia. Era muy común que los poetas mayores empezaran escribiendo sonetos, pero Óscar desde el principio tuvo una obra contemporánea. Logra ir a temas cotidianos y tratarlos con una delicadeza que a otros poetas les da miedo. No se siente artificio, su poesía es pensada, sentida, genuina, muy vital; él es así”.
Luis Arturo toma un manuscrito que ha sacado de su maletín y lee: Cuando muera el último clown / Si es que el amor permite su viaje final / Será un luto universal en colores / Llanto de niños con la nariz encarnada / Con sus trajes de retazos hechos del arco iris / Pero se dice que el último payaso / Ya no está entre nosotros.
***
El poeta no conocía a su sobrina. Ella no sabía nada de Medellín ni de su tío. Óscar hacía años que no hablaba con su hermana –“¿de qué íbamos a hablar?”–. Él tenía ochenta años y de la muchacha solo sabía su nombre bíblico, Sandra Sansón, y que venía a estudiar una especialización en Psicología. El primer día de clase la acompañó a la universidad. Tomaron un bus con un recorrido enrevesado. Sandra, curiosa, preguntaba. Con cada respuesta recibía una sorpresa: fui boxeador; otra pregunta: fui pescador y futbolista; otra pregunta: fundé el Partido Socialista de Colombia y compuse canciones.
La curiosidad de la Sansón daba para más, como si en las preguntas estuviera su fuerza. Le gustaba el cine y preguntó por Rodrigo D. Entonces Óscar bajó el telón de un recorrido de película: yo era el papá de Rodrigo y estuve también en Sumas y Restas; en total he actuado en nueve películas.
–¿Actor de cine?
–Es más fácil actuar que escribir un poema –le dijo.
La sobrina supo que se quedaría con ese tío. Vivió con él tres años, en un minúsculo cuarto al fondo del garaje. Lo veía cada día, al final de la tarde, cuando ponía una grabación del rosario y rezaba caminando desde el cuarto hasta la puerta del garaje. Óscar no solo se asume como un hombre de izquierda, sino también como un ser profundamente religioso. “La revolución rusa no hubiera perdido nada si no tocaban la religión. Habría ganado en moral. El hombre es un ser religioso por naturaleza”, dice.
El último martes de cada mes, mientras escribía las cuatro columnas de Papel sobrante que publicaría el mes siguiente –todas en una misma noche–, Sandra lo tranquilizaba cuando no encontraba las palabras; a veces lo acompañaba a la redacción del periódico para entregarlas impresas, porque no confiaba en el correo electrónico.
Hace cuatro años no vive con él, pero Óscar sigue llevando la misma rutina y Sandra sigue siendo su fiel escudera. Lo visita semanalmente, lo acompaña a los eventos literarios y coordina su último proyecto, La casa del escritor, cuya sede es tan acogedora y esquiva como un garaje: una página de Facebook.
Salimos a la calle y nos sentamos en una tienda. El poeta pide una copa de helado.
Light, por favor –dice.
Acaba y pide una más.
Light, light –dice como si quisiera estar dos veces vivo. Como si adelantara su cumpleaños para celebrarlo con nosotros. Lo invitamos a salir el sábado para escuchar tangos y celebrarlo, pero nos dice que en casa tiene más de 800 tangos. Con eso le basta. Ama a Gardel desde los nueve años.

***


Medellín ha sido tierra de poetas y de cacharreros –como dice Hernández– y se enorgullece de tener el festival internacional de poesía “más grande del mundo”. Muchos se enloquecen por la poesía durante esos diez días. Nos apeñuscamos en auditorios y parques, nos peleamos por un puesto, aplaudimos con más fuerza al poeta que habla en otra lengua, lejana y desconocida, que a los nuestros. Óscar dice que es el circo de la poesía, y el poeta Jaime Jaramillo Escobar dice que aquí vuelan los poetas pero no la poesía.
Durante el resto del año los recitales de poesía son huérfanos. No hay multitudes para esconder el desconocimiento de la poesía que muchos llevan por dentro. A los recitales o presentaciones de libros de poesía vamos cinco o diez personas, entre los que no falta el “loquito” que no sabe en qué verso de la vida está parado. Algunos nos asomamos por la ventana para ver qué pasa entre esos muros blancos, con curiosidad y miedo; como el gamín que en una ocasión le preguntó al poeta con ojos muy abiertos:
–¿Usted fue el que escribió ese libro?
–Sí –contestó el poeta.
–Ah, yo no sabía que los que escriben libros estaban vivos.
“¿Qué sería de Medellín si toda la gente que asiste al Festival leyera poesía? ¿Qué sería del Festival si toda la gente que asiste leyera poesía? El Festival está carente de poesía, es un show”, dice Luis Arturo, quien participó el año pasado.
En los cientos de talleres literarios que hay en la ciudad se lee y se escribe poesía. La de los autores consagrados de aquí y de otras partes, y la de los jóvenes y viejos que muestran esa otra latitud de la vida en versos, anécdotas, crónicas y cuentos.
Lucía ha sido jurado de varios concursos, convocatorias y becas locales: casi todos los que se creen poetas escriben un mar tormentoso de palabras vacías o un río contaminado de besos y abrazos que ahogan el amor. Unos pocos abren la puerta de la poesía y traspasan las fronteras de lo cursi, y van construyendo en silencio una obra sin apegos por la ciudad ni por el mundo.
En estos tiempos pocos poetas escriben sobre la ciudad. Los poemas caminan por otras avenidas, quizás dormidas, como en los poemas de Óscar Hernández: Duerme la ciudad, pero no duerme la ciudad / Solamente abre los ojos / para atrapar en sus pestañas / los primeros asesinados / aquellos que de un solo golpe / perdieron sus historias sus zapatos / su beso final sellado con la amada saliva / de quien compartió sus lechos / su torta de maíz sus cuatro hijos / y todo aquello que seguirá viviendo / en un olvido al que llaman recuerdo…
–La ciudad no ocupa un plano fundamental, la ciudad ni siquiera es amada –dice Óscar–. Es el escenario y la denuncia de los muertos. Uno puede ignorar la ciudad en su poesía. No es ninguna condición ni una ordenanza. La poesía está en cualquier parte. Recuerden lo que decía Borges: “esto no lo escribo yo, esto lo escribe el Espíritu Santo”.
–Entonces, ¿qué salvaría de la ciudad?
–Ese pequeño rincón donde está uno con su mujer… Pero puede estar en cualquier parte del mundo, sin ciudad. Tanto el amor como la poesía podrían existir más calmadamente sin la ciudad. Y esa es mi idea sobre la ciudad. No le tengo ningún amor ni afecto especial. . Nací en Medellín, pero no tuve la culpa.
***
Fotos: Julián Roldán

Los poemas de Hernández brotan entre las paredes de su garaje, de espaldas a la urbe, que no para de poblarse de muros y de gente. Allí ha construido una teoría para solitarios. Dice que el encierro hace que la gente conviva mejor. No puede concebirlo de otra manera.
–Si uno está en una habitación donde difícilmente entra el sol, con tres, cuatro o cinco personas, durante mucho tiempo, terminamos por identificarnos, por amarnos…
–O por matarnos.
–Muy difícil, se lo digo por experiencia: fui soldado, interno de un colegio y estuve en la cárcel durante quince días por razones políticas, y nunca sentí malas inclinaciones por los demás ni de ellos hacia mí.
***
Dos días antes del cumpleaños visitamos al poeta. Llevamos torta dietética, vino, empanadas argentinas y helado. Las empanadas debían ser de Versalles, las más famosas de la ciudad, pero no las pudimos comprar allí; el helado debía ser light light, pero no había en la tienda adonde fuimos; acordamos no hablar de las empanadas y decirle que el helado era “mediolight”.
Salimos al patio, que está cubierto por un techo de madera y en el interior tiene una mesa plástica blanca con una sombrilla de colores. Los muros son grises, sin revoque. En uno de ellos crece una enredadera. En una esquina hay una siempreviva que sembró su hijo Óscar Luis, muerto hace cinco años. Murió a los 51, un 14 de febrero, la misma fecha que escogió su padre para fundar La casa del escritor, un lugar no lugar para tener adonde ir.
En los muros del garaje tiene colgados cuadros de sus nietos. De Tatiana, la mayor, un autorretrato y un retrato de él; de Ricardo, una silla pintada con acuarelas cuando tenía siete años.
Los cuadros no sobresalen ni pasan inadvertidos. Conviven con los recortes de Papel sobrante; con las copias de las ilustraciones que hizo Fernando Botero, cuando era un joven desconocido, para el primer libro del poeta; con las cartas que le enviaba Fernando González al leer sus manuscritos; con las quejas de Jorge Amado –sorprendido con Versos para una viajera, escritos de un tirón la noche antes de la partida de una enamorada–, quien no entendía por qué esos poemas no cruzaban las fronteras colombianas.
Es un decorado vital, sin vanidad, que le hace compañía.
Servimos el vino. Óscar se resiste, pero al final acepta una copa que mezcla con agua. Ponemos la torta y las empanadas sobre la mesa.
–¿La torta es light? –pregunta Óscar.
–Claro, es dietética –dice Lucía.
Empezamos la celebración anticipada del cumpleaños del poeta comiendo las empanadas. La carne amenaza con delatarnos, parece atún de lata.
–¿Son de Versalles? –pregunta Óscar.
–No pudimos ir hasta allá –dice Alfonso, asumiendo la culpa.
–Mmmmm.
Partimos la torta light y servimos el helado “medio light”. Alzamos las copas y brindamos por la salud del poeta.
–¿El helado es light? –pregunta Óscar.
–Es “medio light” –dice Lucía.
–¡Entonces ustedes me creen “medio bobo”!
Una carcajada juvenil retumba en el patio, en esa mesa plástica blanca cubierta por una sombrilla de colores. La noche es cálida y nosotros parecemos confinados en una playa inverosímil.
–Eso soy –dice–. Me gradué en estos muros.
 

Fotografía: Julián Roldán

BELEN EN TRES CRONICAS BREVES

BELÉN EN TRES CRÓNICAS BREVES 
(Tomadas en préstamo del periódico El Taller)

Página: http://www.periodicoeltaller.com/


La Laguna del Cafetero


Cierto día de 1966 aparecieron, en una manga que había detrás de las últimas casas del sector de sauces, hacia la calle 66 B, unas retroexcavadoras e iniciaron una excavación, bastante profunda a nuestro modo de ver. Empezaron las especulaciones, que un edificio, que Bolivariana construiría una sucursal, en fin todo lo imaginable iba a quedar allí. De pronto la verdad la Cooperativa Cafetera Central construiría un supermercado. Cual sería la felicidad de los habitantes del barrio que ya no tendríamos que ir al pedrero a hacer nuestro mercado, no tendríamos que salir del barrio para comprar nuestras viandas.
Cierto día vimos con extrañeza como se abandonaban los trabajos, dejando eso sí un enorme agujero que en pocos días se llenó de agua. Muchos curiosos que pasaban por allí o que exclusivamente íbamos a ver la enorme laguna que se estaba formando nos deteníamos por unos momentos a observar y a preguntarnos por qué se habían ido los constructores. Los adolescentes de aquella época que habitábamos la calle 32 D , que era la más cercana a la laguna, empezamos a ver en ella una gran oportunidad para jugar y divertirnos y entonces comenzamos no sólo a ir allí con frecuencia sino a fabricar barquitos de papel e incluso a hacer competencia de permanencia, carreras. O empujábamos los barcos y cuando ya estaban a cierta distancia cada uno empezaba a arrojarles piedras a los barcos de los compañeros, ganado el que quedara flotando.

Nuestro ejemplo fue seguido por muchachos de otras barras y de otras cuadras del barrio. Algunos fueron más osados que nosotros y no sólo fueron a llevar allí sus botes de papel, sino que se desvestían y se lanzaban a practicar el deporte de la natación en sus formas más rudimentarias. La noticia se regó por los barrios vecinos y venían tantos muchachos allí a nadar, que la laguna del Cafetero poco tenía que envidiarle a los famosos charcos de Barbosa en sus mejores tiempos. La única diferencia era que los charcos de Barbosa eran de agua cristalina y corriente mientras la laguna era de agua estancada y prácticamente un barrizal. Después de un clavado en la parte menos honda, la persona que lo ejecutaba salía con tierra en la cabeza y hasta en las orejas y chorreando por su espalda un agua café clara que parecía, momentáneamente, el arroyo que sale de una de mina de oro después de lavar la tierra.

Parece que la laguna tomó tales proporciones que tuvo la nota triste pues una persona se ahogó allí, y aunque no era del barrio, lleno de tristeza a todos los habitantes por lo trágico del suceso, esto hizo que se cerrara la laguna. Sin embargo muy rápido se reiniciaron los trabajos dando paso a la primera etapa del Mercado Cafetero que años después se convirtió en el ley de la 33 y posteriormente en el Éxito y otros negocios como Bodie Teck, Marión y Coomeva.


¿Incendiarios?


Por Gabriel Escobar Gaviria
Donde hoy hay un parque infantil con variados juegos fue por mucho tiempo un lote al que no se le hacía ninguna mejora. Fue allí donde comenzaron los encuentros futbolísticos Fátima - Nutibara. Los menores sospechábamos, por conversaciones escuchadas a los adultos, que ese lote no le pertenecía a la parroquia; razón por la cual ni el creativo padre Córdoba, ni el recursivo padre Lalinde habían podido adelantar labor alguna para el aprovechamiento comunitario del mismo.
Un día se confirmaron tales sospechas. Recuerdo: Llegué de la universidad y mis hermanos me contaron que en toda la mitad del lote, al frente de la casa de Belisario -¡qué cremas las que allí vendían !- hoy la tienda de Nico, habían levantado una caseta de construcción y habían echado cepas como para una casa, -¿y el padre qué dijo?, -no pues nada, como ese lote no es de la parroquia. Y el padre no dijo nada porque se trataba del bondadoso padre Álvarez, todo dulzura y mansedumbre ; pero ¡ay, si hubiera sido en tiempos del padre Lalinde ! todavía estarían buscando los bultos de cemento en los profundos infiernos.
Incrédulo me dirigí al sitio acompañado de mi hermano Jota. Y sí, allí estaban esas cepas desafiantes para iniciar la construcción de unos muros y de una casa que por donde se la mirara heriría la hermosura de la iglesia. Algún día podríamos elegir entre atender la misa o enterarnos de la vida familiar de aquella vivienda. La torre nos proporcionaría varios palcos para seguir de cerca, cual telenovela en vivo, el drama familiar de sus ocupantes.
Absorto me encontraba en esos pensamientos cuando escuche a mi lado una voz que hoy no está con nosotros y que me preguntaba mi parecer con tono de que el suyo no era nada agradable. Era mi amigo Antonio Roldán Betancur. En aquellos días andábamos por los 22 años y lejos estabamos de adivinar la exitosa y corta carrera que el destino le depararía. Él y yo éramos los amos del micrófono en la parroquia pues desde hacía cuatro años nos turnábamos para leer la epístola y no había bazar que no animáramos desde las famosas casetas de las dedicatorias. La idea nos vino a ambos al mismo tiempo, nos miramos y nos comprendimos : Teníamos que reunir a la gente y para ello usaríamos el micrófono de la iglesia. No, no le pediríamos permiso al padre Álvarez, pues no nos lo daría.
Iban a ser las ocho de la noche y don José Betancur, el sacristán, no había terminado de cerrar la iglesia por cuanto faltaba el toque de Ánimas que se hacía a dicha hora. El destino nos hizo subir por la rampa y allí encontramos a Fabio Zapata, el hijo de don Rafael, que esperaba a que fueran las ocho para hacer el llamado a la plegaria por las animas, como acostumbraba reemplazar en esa labor a don José - Fabio, le dijimos, arranque a repicar en estos diez minutos que faltan para las ocho, dé el toque de animas y después repique cinco minutos más.
Fabio no nos preguntó por qué le pedíamos eso. Inteligentemente comprendió que ante tan inusitado toque la gente saldría a ver de que se trataba. Y así fue.
Llegamos hasta la sacristía y mientras yo le explicaba a don José que nosotros cerraríamos el templo, Antonio prendió el amplificador y comenzó con las arengas. Nuestras consignas fueron inofensivas pedíamos a nuestros cohabitantes que reflexionaran y se opusieran a esa construcción porque ese espacio lo necesitábamos para un parque infantil en el jugarían nuestros hijos (todavía no los teníamos). Cómo se apropiaría la parroquia de ese terreno no era nuestro problema, ésa era cuestión de adultos y nosotros apenas estabamos aprendiendo a serlo, para eso estaba don Enrique Toro, mayordomo parroquial. Desde la sacristía no veíamos lo que en la calle sucedía; pero por lo que pasó después nos enteramos de que tanto las campanas, como nuestras voces lograron el objetivo: la gente se reunió, deliberó y obró.
Seguíamos con nuestras consignas cuando entró el padre Álvarez por la nave central de la iglesia entre trotando y corriendo hasta llegar a la sacristía. Escobarito - me dijo - no sigan con eso que afuera está la Policía preguntando quienes son los que hablan por micrófono, no demoran en subir. Váyanse por la puerta de abajo de la sacristía, esta es la llave. Antonio y yo no comprendimos al principio por qué la Policía se habría de disgustar porque nosotros llamáramos a la feligresía para que opinara sobre una construcción. Lo que no sabíamos era que la feligresía ya había opinado y en ¡qué forma!
Obedecimos y salimos por la puerta de abajo, la que da frente al negocio que era de Juan de Dios y nos dirigimos a donde estaba la gente. Quedamos asombrados al ver desde antes de llegar a la casa de los Culembias un resplandor de una llamarada inmensa : La caseta estaba en llamas ; el cemento fue esparcido para que las bolsas ardieran, al celador le permitieron sacar la herramientas y sus pertenencias; Antonio y yo nos confundimos con la gente que miraba el espectáculo, mientras nos reprochábamos esa acción que estaba muy lejos de nuestra inofensiva intención.
Una cosa aprendimos aquella noche: la masa es un animal irracional.
Lo que siguió después fue cosa de adultos: el padre y don Enrique arreglaron con la propietaria del lote en términos no desventajosos para nadie. Hoy hay un parque infantil en el que jugaron mis hijos mientras fueron niños.

El Cerro Nutibara tiene su finca

Por Jorge Mario Escobar Gaviria
Los que llegamos a Fátima muy niños y crecimos acá, recordamos en el cerro Nutibara la "cueva del indio", que quedaba unos 120 metros a la izquierda del camino que salía de la INA y que llegaba donde hoy queda el parqueadero y donde antiguamente había un parque infantil, en la cima del cerro Nutibara, más exactamente donde están las banderas.
Abajo de esa cueva, prácticamente en la sima del cerro veíamos una casita campesina muy organizada por cierto. Hoy en día, quienes vamos al cerro a trotar vemos desde lo alto aquella casa rodeada de árboles, una finca tal y como los antioqueños entendemos que es una finca. Si por casualidad nos acercamos, los perros salen a proteger la propiedad.

En abril de 1950 llegaron a vivir en esa casa don Manuel Ángel Galeano y doña Carmelina Atehortua esperando su primer hijo.
-"Aquí vivía un señor que le decían "Costales" que era muy amigo de mi esposo y que le dijo que se viniera a vivir a esta finquita, que el estaba muy aburrido. Como nosotros pagábamos una pieza en Aranjuez preferimos venirnos a vivir acá que no teníamos que pagar arriendo."- Nos cuenta doña Carmelina.

La finquita tenía sus linderos muy bien definidos con las otras fincas, linderos que son los mismos que tiene ahora pues la familia Galeano no se ha apropiado de nada, no han tomado lo que no le pertenece. Y es que "Costales" les entregó la casa y nunca más se volvió a saber de él. "En esa época era la palabra lo que valía no se necesitaban firmas."- Dice doña Carmelina.

"Cuando llegamos - Continúa diciendo doña Carmelina - por aquí no habían vecinos, no había sino rastrojo". La primera calle que se encontraba era San Juan, entonces hubo que hacer trocha para llegar allí. Don Manuel trabajaba en el Pedrero y algunas veces también mercaban allí, entonces salían hasta San Juan y cogían bus de la América.

Para aprovisionarse de agua tenían que ir hasta la quebrada. Para ir a misa iban inicialmente a la capilla de la manga de las hermanas misioneras, al Perpetuo Socorro o cuando iban a mercar aprovechaba para ir a misa al Sagrado Corazón de Jesús. -"Luego a Fátima, a mi marido le toco lo de la primera piedra de la iglesia". Dice doña Carmelina

Muy cerca de la finca, donde hoy quedan esos edificios bonitos en conquistadores cerca al río, don Rosendo Londoño tenía una lechería donde trabajaba doña Carmnelina ordeñando las vacas.

Por el Frente del rancho pasaba los arrieros con el ganado para el Matadero Municipal que quedaba en Tenche. Les toco ver hacer la 33 y la 65 e incluso el barrio Fátima, Nutibara si existía cuando ellos llegaron en 1950.

Una de las cosas que más recuerda doña Carmelina es lo que llamamos la "cueva del indio", "era un hueco de unos diez metros de hondo. Servía de entretenimiento de todos los muchachos, era como el parque infantil, venían a jugar y a coger las pomas, pero todo era tan sano".

Siempre tuvieron muy buenos amigos entre los vecinos del barrio pero dejemos que sea doña Carmelina quien nos lo cuente "Todos los vecinos eran muy queridos en especial recuerdo a don Humberto Ochoa y a doña Miriam que venían aquí con sus hijos que eran muy amigos de los de aquí. También recuerdo a los Zuluaga a Iván, a Victoria, a Álvaro a todos, que venían a jugar con mis hijos. Recuerdo también a los de la bomba Texaco, especialmente a don Pacho que les dio trabajo a los muchachos. En esa bomba se ganaron los primeros pesos."

Y es que los muchachos Galeano, Maximiliano, Jairo, Aníbal, Javier y Juan se criaron en el mismo barrio y estudiaron en la Pedro Olarte y son amigos de los de Fátima.

Doña Isabel Madrid es la esposa de José Aníbal y hace 18 años que vive en una casa en seguida de sus suegros. Dice que ella vive feliz en esa finca y es que es una finca, con palos de mango, aguacate, naranja, pomas y guayabas.

"Aquí es muy bueno. - Dice doña Isabel - Todos los vecinos son muy importantes porque nos apoyan, nos dan ánimos y nos orientan."

"Uno de los momentos más alegres fue el día que nos pusieron los servicios hace como quince años. Eso fue mucha felicidad ya teníamos luz agua y teléfono."

"El momento más triste fue ver como lo que se construyó con tanto esfuerzo amor, trabajo y sacrificio durante 42 años se iba al suelo por una decisión arbitraria del gobierno de turno. Lo más hermoso es que seguimos acá en el lugar que amamos y que cuidamos con tanto cariño"

Don Manuel y doña Carmelina tienen además 6 nietos y cinco bisnietos. La bisnieta mayorcita tiene 7 años y con la vitalidad que tienen los viejos seguramente conocerán sus tataranietos y por qué no, los choznos.

Esa vitalidad de los viejos se la atribuyen a vivir en lo que han amado siempre, respirando aire puro, cultivando lo que se van a comer, criando sus gallinas y viendo todos los días los caballos de Berta que aparecen a pastar por allí. Todo este paraíso en medio de la selva de cemento.