lunes, 27 de junio de 2011

CRONICAS DE BELEN: BEATRIZ VILLEGAS

RECUERDO DE LA IGLESIA SANTO CURA DE ARS
Beatriz Villegas

El recuerdo de la iglesia SANTO CURA DE ARS en Belén Los Alpes se asimila con los más conmovedores de lo que significa la investidura de sacerdote. Le conocí a la edad de doce años. Hacía pocas semanas vivíamos en Belén Los Alpes, un barrio joven construido inicialmente por una entidad de crédito que solventó buena parte del precio a familias de jubilados o a trabajadores del estado a precios módicos para la época.
Mi familia venía de un barrio más popular y por lo tanto el cambio significaba un ascenso en la dura cuesta socioeconómica de aquellos tiempos. El abuelo nos había regalado una casa modesta en la parte de abajo del barrio nuevo para estrenar con miles de modificaciones pendientes y sin dinero para hacerlas pero nos mudamos felices a nuestro nuevo paraíso.
La misa formaba parte de la recreación tan escasa, asistíamos puntuales en el fin de semana cumpliendo la obligación y en aquella época la aún presente devoción nos hacia ir tranquilos y casi felices.
En los primeros días fuimos los cuatro hermanos con mi mamá muy pegados unos a otros como los forasteros recién desempacados, tímidos y con la expectativa de lo nuevo.
En el barrio anterior había una iglesia formidable, con tres naves y alta la cúpula, con baptisterio y vitrales llamativos, quizá espejo de mejores tiempos. No nos dejaban ir solos por lo peligroso del barrio donde se estaban cocinando las primeras bandas de maleantes de la ciudad, había demasiado riesgo para los niños y aun para las mujeres que eran asaltadas sin consideración a la salida del templo.
En esta nueva iglesia la sensación fue de tranquilidad, era una iglesia pequeña, amoblada con suma humildad, carecía de toda pompa, apenas en el altar un sagrario pequeño y dorado pero se respiraba un aire de tranquilidad y limpieza
Nuestra vida en el nuevo barrio comenzó antes de una celebración de Semana Santa. Tuvimos tiempo para reconocer la liturgia y la manera como el padre Herrera desarrollaba sus predicamentos y solíamos entretenernos largos ratos escuchando las historias de la vida de los santos que nos fascinaban , esos seres tan resistentes al dolor, tan cautos ante los enemigos, tan aguerridos contra los malhechores, nos encantaba esa atmósfera de bondad que irradiaba el sacerdote que nos insistía con genuina buena intención que si nosotros nos esforzábamos un poco seriamos como cualquiera de esos santicos predestinados al gloria divina, simplemente luchando contra el pecado y, el demonio y sus tentaciones.
El padre tenía una venta de empanadas en el borde posterior de la iglesia, haciendo obras de caridad pequeñas con el producido, insignificante para cualquier parroquiano como inversión pero en conjunto un esfuerzo descomunal. Las señoras no siempre pudientes regalaban los materiales para las empanadas y mi madre recién llegada con mil obligaciones se dedicaba los domingos como muchas otras pobres a regalar su trabajo para patrocinar la consecución de fondos para la parroquia que bien lo necesitaba.
La casa cural estaba situada en un segundo piso, separada por unas escalas brillantes que despedían un olor a limpiador esa atmósfera me encantaba y me ponía a disposición mientras se hacían las fritangas para ir por cualquier cosa a la casa del padre. Compartía su casa con una hermana pulcra y silenciosa, despedía esa casa un ambiente de limpieza y orden. Lo que más me gustaba era la biblioteca con volúmenes empastados en dorados, bien organizados por tamaños, sus lomos daban cuenta de los sucesos y trámites de los legalizados ante Dios. Se leía Bautizos. Como la parroquia era joven todavía había muchas páginas en blanco. Había varias enciclopedias de tomos rojos y algunos diccionarios que me moría por abrir. De hecho en algunas veces pedía el favor de que me dejaran hojear los libros y la hermana del sacerdote se ponía al lado de lo que yo veía. Talvez cuidando de que no pasaran a otras manos.
Mi hermano de diez años tenía un alto sentido religioso y fue así como de a poco se fue metiendo en el altar, primero se sentaba en las bancas de adelante, ponía extremo cuidado en la liturgia y al terminar ayudaba al sacerdote a recoger las cosas y se apersonaba de pequeños trabajos en la sacristía.
Se ganó a punta de constancia un espacio como acólito ayudante. No hubo mayor felicidad como la del día que le prestaron una túnica blanca amarillosa que le daba varios centímetros abajo del piso y cuando preguntó que si podía recortarla un poco, el padre le dijo que la parroquia era muy pobre y tenía que compartirla con otros acólitos. Le entregaron además un lazo rojo que se ajustaba a la cintura levantando la sotana evitando caerse enredado en los bordes. Mi mamá lo miraba y le parecía un ángel del cielo.
Mi hermano no se perdía ceremonia religiosa.Trabajó de sol a sol con el padre en la Semana Santa, ayudó a vestir los santos con ropajes tan pobres que las señoras del barrio arreglaban tratando de disimular. La humildad caracterizaba las ceremonias, pero me acuerdo que todos queríamos estar allá. Hicimos una semana piadosa, prometimos no contribuir la crucifixión de Cristo con nuestros pecados, promesa que duró hasta la próxima mentira o pequeño robo en casa.
Mi padre cayó gravemente enfermo por una lesión cerebral irreversible pero que no le ocasionaría la muerte según dijeron los doctores a mi madre. Las lesiones afectaron todas sus funciones de desplazamiento y alimentación sin alteración del sensorio pero los demás órganos estaban indemnes. La vida de mi padre sería larga y tormentosa sin ninguna esperanza. Mi madre se trasteó prácticamente al hospital y todos nosotros, muy pequeños, permanecíamos al cuidado de una empleada mandona y amargada.
Mi hermano se escapaba de los regaños porque tenía permiso de acolitar las misas. Hacía su escapismo con el padre Herrera que lo ascendió a monaguillo principal por ser el más constante y dedicado. En la inocencia de mi hermano decía y juraba que el padre hacía milagros y que le había visto cerrar el sagrario de lejos y que apagaba las velas todas de una vez con el mínimo soplo. Nunca hicimos caso de sus habladurías y seguíamos constantes en nuestra práctica religiosa pero sin tanto entusiasmo. Nos gustaba encontrarnos con otros niños y contábamos en nuestro interior los minutos para salir al parque a comprar cualquier chuchería.
Un día mi hermano fue arrollado por un vehículo. Permaneció en condición crítica en el hospital por varios días. En esos días íbamos a misa a instancias del padre Herrera que rogaba a Dios con una piedad sobresaliente. Ante nuestros ojos vimos llorar al padre en la prédica y rogábamos por el milagro que sería capaz de hacer el padre.
Mi hermano murió al séptimo día a pesar de todos los cuidados médicos. La tristeza de todo el barrio se hizo manifiesta. Todos lloraban en mi casa, las vecinas rezaban y en toda la conmoción nos rodeaban, nos abrazaban, y la compañía no faltó en esos días.
Mi papá en estado estable, pero sin nada de qué morirse, porque sus órganos vitales conservaban todo su vigor, se enteró del suceso y lloró sin convicción pero si reclamó al cielo por qué no era él, se lamentaba porque a su niño lo había halado prematura la muerte.
El padre Herrera visitó mi casa tres días después de la muerte de mi hermano y se dispuso a realizar una misa en el patio, acondicionado para toda la gente que iba a visitarnos por esos días.
Rogó a Dios con una fe y una entrega que ponían los pelos de punta. Todos los que estábamos allí sentíamos que el padre hablaba con una convicción profunda. Terminó la liturgia diciendo: “Señor: Tú ya sabes lo que tienes que hacer, te entregamos a nuestro mejor acólito para que te recuerde que tienes un trabajo pendiente. Él ahora te insistirá por su padre. Házle caso. Es convincente con la palabra.”
Pasaron dos días y mi padre que no tenía nada grave entró en un coma profundo y murió. Los médicos no hallaron explicación. Sólo un milagro lo explica —decían—.

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