lunes, 27 de junio de 2011

CRONICAS DE BELEN: MARIO H. VALENCIA ALZATE

DOS PUNTOS DE VISTA
Mario H. Valencia Alzate

Los dos hombres, con claros ademanes de impaciencia, estaban sentados en sendas sillas, cercana una a la otra, de las que hay frente a la Iglesia, en el parque de Belén. Casualmente, cuando yo pasaba por allí, escuché cómo uno de ellos empezó a cantar:

“Yo que nací altivo y libre
Sobre una sierra antioqueña…”

No terminó la estrofa porque el hombre de la otra silla lo interrumpió:
-¡Llegaste! ¿En dónde estabas?
-Aquí: en donde acordamos vernos.
-¿Cómo que ahí? Era en esta silla en donde dijimos que nos encontraríamos. Hace rato que estoy aquí.
-Ojalá pudieras comprobarlo. Sabes que este punto de encuentro no tiene pierde.
Terminada la discusión los dos hombres extendieron sus bastones telescópicos y se alejaron, cada uno apoyado en el hombro del otro.


INSTRUCCIONES PARA SABOREAR A UNA NARANJA
Mario H. Valencia Alzate

Cuenta el Escritor Fernando González, en “Viaje a pie”, que al pasar cerca a la población de El Retiro vieron a una bella mujer de la cual hace una analogía con la naranja: “Esta serrana –dice el escritor González– vestida con un faldón prensado, en esa mañana de plenitud, nos trajo algunas emociones e ideas. Pensamos que la belleza es la gran ilusión; pensamos que la naranja es una esfera de oro, y que para comérsela se tira la corteza dorada. ¡Aquella falda prensada!… Pero no; nosotros no queremos describir lo que pasaría, si fuéramos a comernos aquel fruto de la altiplanicie andina…”
Si tan bellas las vio Fernando González cuando pasó por El Retiro, qué tal que hubiera venido al barrio Belén. Yo podría decir que las de acá son tanto o más bellas que las del retiro. Hay que verlas caminando por el parque, o en dirección a la Universidad de Medellín, o hacia alguno de los centros comerciales que tenemos en el barrio. Parodiando las palabras dichas por el escritor, yo digo que es necesario poner todos los sentidos para degustar a estas frutas, tan preciadas en estas tierras. Para conocer su sabor, para saber de sus propiedades, para deleitarse con estos frutos, hay que seguir ciertas instrucciones:
Primero, la vista: antes que nada, quedarse contemplando la naranja: su belleza, alegre belleza que caracteriza a las antioqueñas; su forma hermosa, configuración externa imposible de pasar desapercibida; y su textura, esa fuerza que está presente en los cuerpos y lo tienta a uno a palpar, casi enternecido. Esta contemplación ha de tenerse bastante tiempo. Bastante, dije, es decir el suficiente para convencerse de que aquella es una naranja digna de gustarse, de saborear su jugo, gajo a gajo.
Después, el tacto: ese roce suave que le permite a uno comprobar que aquello de lo cual se tuvo un primer contacto con la vista, es realmente tan hermoso como se apreció en su textura. Poder palparla, hasta sentir aquellos indescriptibles estremecimientos interiores que le dicen también a uno lo que es la felicidad, que llega por momentos.
Luego, el olfato: al tenerla cerca, no puede uno abstraerse de olerla. Es un olor a naturaleza, delicado, que penetra agradablemente hasta llenarlo a uno de delicia. Así son las de aquí: tan agradablemente olorosas, que su olor se queda pegado a la nariz de todo aquel que esté a su paso. Tal vez por ello sean tan apetecidas en otras partes.
Más tarde, el gusto: degustarla es tan delicioso como sólo podremos saberlo los que hemos podido tener una así tan cerca, aunque sea por un momento. Después de pelarla, delicada y despaciosamente, saborear sus jugos. Ricos jugos que vienen a calmarle a uno esa sed que se tiene de antes, desde cuando al verla quisimos saber del gusto que tenían sus gajos. Beber sus jugos, en una y otra vez, y embadurnarse con ellos para que la piel también sepa de sus sabores.
Ya saben pues, cómo es que se degusta a una fruta de estas.


CONTRASENTIDO DE LA VIDA
Mario H. Valencia Alzate

Amanecía y en los alrededores del parque de Belén empezaban a aparecer hombres y mujeres presurosos, con olor a baño reciente, encaminándose hacia la carrera 76, en busca del autobús que los llevara, seguramente, hacia su lugar de trabajo o de estudio. De ello podía sospecharse por la vestimenta que casi todos llevaban. No había tiempo para detenerse a observar las vitrinas. Tal vez por eso todos caminaban indiferentes por las aceras sin prestar atención a los que a esa hora temprana todavía derrochaban placidez con sus sueños imperturbables. Aunque sin tanta prisa como la mayoría, yo caminaba con mi hija hacia el colegio San Juan Bosco del barrio Granada. Disponíamos de buen tiempo y por eso pudimos detenernos a observar aquello que todos los demás miraron indiferentes. Nuestros ojos se alargaron para ver un colchón de esos que tienen la propiedad de tomar la forma del cuerpo que se pone encima, para darle a éste la sensación de abrigo, de pleno descanso. Seguramente al estar sobre él podría parecerse que se está sumergido en una piscina de plumas. Por su forma, parecía que hubiera sido fabricado en un lugar lejano, para satisfacer las extravagancias de algún príncipe de un país remoto. Estaba puesto sobre una alfombra, fabricada con un fino tejido cuyos hilos entrelazados formaban figuras de diversos tipos.
A la vez, pudimos ver a una persona que, por su tamaño, parecía que fuera un hombre. Tenía el cuerpo cubierto y, por el ritmo pausado de su respiración, dedujimos que estaba dormido. Me quedé mirándolo y noté que mi hija también lo miraba, como tratando los dos de atravesar los cobertores con la vista. O tal vez lo que estábamos queriendo era satisfacer la curiosidad por saber si en verdad se trataba de un hombre o, por el contrario, de una mujer.
Lo miramos por largo rato, como esperando a que se despertara. Hasta que se despertó, quizá por ruido de la corneta de un autobús de los que cubren alguna de las muchas rutas de Belén. Lo primero que asomó fue su mano derecha y entonces vimos uno de sus brazos, cubierto de vellos. Descorrió el cobertor y apareció la cabeza, con un cabello de varios meses sin cortar, completamente desordenado. Luego abrió la boca hasta casi descoyuntarse la mandíbula y tomó una ruidosa bocanada de aire, al tiempo que estiraba los brazos en sentidos contrarios. Sólo después de esto nos lanzó una mirada de indiferencia. Cuando terminó de despabilarse, apoyó las manos en el piso y se sentó. Luego, sin importarle nuestra mirada, empezó a doblar el papel periódico que le servía de cobertor. Después se paró de la acera y empezó a caminar, alejándose de la vitrina. Antes de irnos, leímos por última vez el aviso que estaba escrito en la vidriera, justo al lado de la acera en la que estaba acostado el hombre: “Colchones Comodísimos: el placer de dormir profundamente nunca estuvo tan cerca“

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