lunes, 27 de junio de 2011

CRONICAS DE BELEN: ENRIQUE POSADA RESTREPO

LA VISITA DE ALBERTO LLERAS A BELÉN
Enrique Posada

Estábamos jugando en el muro que lindaba con nuestra casa en Belén Terminal, cuando salió mi padre a la puerta, todo animado, exclamando: ¡Vengan a ver, que va a pasar el presidente! En efecto, venía el presidente Alberto Lleras a inaugurar los nuevos edificios de la Universidad de Medellín en el barrio Los Alpes. En aquella época una visita presidencial era más sencilla, no cerraban la calle ni la llenaban de ejército o de policía o por lo menos no recuerdo que lo hicieran, de tal manera que nada nos impidió sentarnos en el corredor de nuestra casa a esperar el paso de la comitiva presidencial.
Al cabo de un rato se sintió una caravana de carros que subían por la calle 30 A, que estaba recién pavimentada. El rumor ya se había regado y de las pocas casas que había en la cuadra salió la gente a mirar. De pronto pasó raudo el carro del presidente. Yo supe que era Alberto Lleras por esas muelas grandes, por esa dentadura y notable que sobresalía inconfundible. El presidente asomó la cabeza, agitó su mano y nos sonrió desde su Cadillac presidencial. A mí me quedaron grabadas la cara del presidente y sus famosos dientes y sentí una sensación de importancia, de exclusividad, como si el presidente hubiera pasado por el frente de mi casa solamente para que lo viéramos nosotros. En cuanto a mi padre, que era ferviente miembro del partido liberal, estoy seguro de que sintió una emoción intensa y un orgullo al ver que la larga mano del gobierno nacional, personificada en un famoso presidente liberal, pasaba por nuestro barrio para impulsar las nuevas obras.
Pudiéramos decir que esta visita señaló el inicio de las grandes transformaciones que cambiaron a Belén de ser un pueblo de ciudad para convertirse en un polo de atracción, dinámico y complejo.


LA QUEBRADA LA PICACHAEnrique Posada

Siempre he sentido atracción por las quebradas. Nuestro Valle de Aburrá es quizás el lugar del mundo más rico en arroyos, en corrientes, en riachuelos, que nosotros llamamos quebradas. Estos cuerpos de agua, verdaderas venas de nuestra tierra hermosa, han sido maltratados desde siempre por la ciudad, que nunca pudo distinguir a tiempo el valor enorme paisajístico, ictiológico, cultural, ecológico, estético, recreativo y espiritual de las quebradas. Nuestras quebradas no han sido en general sitios para la poesía ni para la caminata natural, ni para la meditación, ni para la fotografía ni para la obra de arte. Más bien se han usado para arrojar basuras y desperdicios y para derramar de todo tipo de porquería y de aguas de alcantarilla. Se las ha considerado por nuestros gobernantes y urbanistas y por todos nosotros, como estorbos al desarrollo urbano, un desafortunado diseño natural. Por eso se las ha rectificado en su cause (como si las curvas y los caprichos de las aguas no tuvieran un misterioso encanto femenino); se las ha canalizado con cemento (como si sus riberas cubiertas de flores, de bosques, de matorrales no tuvieran sentido ecológico ni espiritual); se las ha cubierto con frías y rígidas cubiertas (como si no valiera la pena contemplar el agua en su paso continuo e inevitable).
Ya poco se puede hacer. La propiedad ha invadido los cauces y casi todas las quebradas de Belén están condenadas a ser huecos lineales bordeados por canales de cemento perforados por tubos de alcantarilla, sin ninguna gracia, con avenidas a ambos lados, solo mitigado el desastre por hileras de árboles a la espera de ser cortados cuando las avenidas reclamen el espacio de las aguas que discurren monótonas y sucias sin ser vistas ni apreciadas.
¿Nos quedaremos entonces con el recuerdo? Cuando estaba niño, la quebrada La Picacha era muy distinta de ese canal humilde que hoy cicatriza nuestros barrios. Más allá del último puente que la atravesaba, que comunicaba a Las Mercedes con Las Violetas, era una quebrada vibrante, llena de vida, cristalina y cantarina. Famosos eran los charcos y remansos que atraían a los paseantes en fines de semana y un bosque verde la cubría al bajar de la montaña de Aguas Frías. Pero cuando yo era niño, allá en los años 50´s, ya la quebrada sentía la amenaza del progreso, a partir del puente que iba de Belén Terminal a Las Mercedes y empezaba a oler mal, agobiada por las aguas podridas y ya no era bella ni cristalina. Con humildad entregaba sus aguas a la fábrica de paños Vicuña, que se las devolvía manchadas y la dejaba más gris y más triste, hasta convertirse en un canal de aguas sin encanto.
Ahora no huele mal, pues en parte las aguas negras van por alcantarillas paralelas. Ahora tiene en sus riberas canalizadas árboles abundantes y frondosos. Pero ya no es una quebrada, nadie escucha el cantar de las aguas, nadie la observa meditabundo, no hay corronchos en sus aguas ni remansos ni poesía, ni rocas de quebrada la traviesan. Tan solo una que otra crónica la contempla o algún plan maestro urbano la observa con ganas de volverla todavía más recta, más humilde y más escondida.


LOS AHOGADOS DE BELÉNEnrique Posada

Desde niño le tengo respeto a las aguas. Aún recuerdo vivamente las historias de los que se ahogaban con cierta frecuencia en mi barrio. Varios de ellos en el tristemente famoso Charco de La Peña en la quebrada La Picacha, allá más arriba de Las Violetas. Este era un hoyo de la quebrada de forma circular, rodeado por peñascos altos, que tenía fama asesina y siniestra. Oíamos decir que tenía remolinos y que atraía al que se atrevía hacia el fondo y muchos quedaron atrapados por su canto de sirena maligno. Nosotros decíamos, qué tan bruta la gente que se baña en ese charco, sabiendo que se puede ahogar. Yo apenas lo miré un día, con pánico, desde una prudente distancia. Pero se seguían bañando y ahogando y en mi memoria hay una impresión que todavía perdura, de bomberos que pasaban por el barrio a rescatar a algún ahogado en el Charco de La Peña.

* * *

Había también una laguna en los terrenos que hoy ocupa la Nueva Villa del Aburrá. Era quizás un remanente de alguna explotación de arcillas de una de las ladrilleras de la zona. Tenía aguas más bien estancadas y oscuras, poco atractivas para el baño. Pero el espíritu del deporte extremo se hacía presente en los jóvenes y algunos se volaban de la escuela y se iban a retozar en esas aguas, quizás imaginando que se trataba de un lago bello, sugestivo y limpio. Alguno de ellos pagó cara su aventura, pues quedó atrapado en los lodos del fondo y se ahogó. Nosotros comentábamos, igualmente, cómo puede ser que la gente sea tan aventada, meterse en esa laguna traicionera de fondo pantanoso y pegajoso, que se lo traga a uno. Bueno, hoy de la laguna solo queda el recuerdo en algunos de nosotros, el recuerdo triste de los niños aventureros que se ahogaron en sus aguas.

* * *

Veníamos de la escuela y escuchamos el rumor: Un niño se cayó a la canalización de la quebrada la Picacha, que estaba crecida, y el agua se lo llevó. Nosotros nos asomamos a la quebrada y estaba todavía henchida de agua, con el canal lleno. ¡Asustaba! Los que vieron la escena de la caída del niño, empezaron a gritar y a pedir que le tiraran lazos, pero nada, nada se pudo hacer y la quebrada se lo llevó. A nosotros nos tenían prohibido “canalizar” que era atravesar la quebrada saltando en los canales inclinados de cemento. No obedecíamos, pues la quebrada se veía tranquila, humilde, casi sin agua. Era fácil de atravesar. Pero de ahí a “canalizar” con la quebrada crecida, eso era otra cosa, que ni en sueños pensábamos intentar. Nunca sabremos que pensaba aquel niño que cayó a la quebrada crecida. De nuevo decíamos “¿Cómo se atreve a meterse con la quebrada cuando está torrentosa y enfurecida? Pero la verdad es que nunca sabremos que pasa por las mentes de los hombres cuando intentan imposibles y mueren en el intento.


CANTOS GREGORIANOS EN BELÉN
Enrique Posada

La iglesia de Belén es una de esos templos de la ciudad que nos pueden encantar porque tiene identidad propia, es reconocible y se queda atada al recuerdo. Cuando era niño me atraía ir a la iglesia; en parte motivado por mi tía abuela Anita que nos decía continuamente a todos los nietos de la abuela Elvira, allá en la casa del Barrio Granada de Belén: “Mira que te mira Dios, mira que te está mirando, mira que vas a morir, mira que no sabes cuándo”; en parte motivado por el templo mismo; en parte por un sentido de lo sagrado que me acompaña desde pequeño.
Fue así que muchas veces pude ver al que en aquella época era el sacerdote coadjutor de la Iglesia, el padre Cadavid. Era un hombre imponente, alto, más bien flaco, asertivo, regañón, de nariz aguileña y pelo escaso, que predicaba con cierta picaresca, entre regañona y agradable. En los sermones de las misas del domingo, con frecuencia despotricaba de las tentaciones malignas del barrio, entre ellas la de la heladería El Portal, situada en una de las calles del parque de Belén y eso me dejaba con una sensación incómoda, pues la tal heladería me parecía más bien un lugar común y corriente y no tanto un lugar peligroso. Pero hubo un hecho que asocio con el Padre Cadavid que se quedó en mis recuerdos y que me dejó una imagen agradable y definitiva: una sesión de cantos gregorianos en el templo.
Bien recuerdo la invitación que el padre Cadavid hizo en sus sermones. Se trataba de una ceremonia especial, ya que el templo iba a ser declarado como santuario de la Virgen de Belén, en nada inferior a los más importantes del mundo. En mi imaginación y en las palabras entusiastas del padre Cadavid, Belén era nuestra Fátima, un Lourdes cercano y vital. La imagen coronada de la Virgen de Belén, allá arriba en el altar mayor, se veía hermosa, amable, tierna, amante y generosa, madre cercana de todos nosotros. Para celebrar debidamente, se invitó a diversas ceremonias que vagamente recuerdo, pero una de ellas dejó la impresión que ahora les comparto: El templo se llenó de un coro de cantantes de cantos gregorianos. Con ellos estaba el Padre Cadavid. Era la primera vez que yo escuchaba semejante imponencia, voces que inundaron el espacio y que evocaron escondidas resonancias musicales, sonidos de los ángeles. Se cantaba en latín, eran cantos repetidos, mágicos, meditacionales, entonados por un grupo grande de sacerdotes, ceremoniosos, dignos, que le dieron al recinto una razón de ser profunda y eterna, más allá del significado y del entendimiento. Yo estaba cerca de la cúpula central y escuchaba embelezado los ecos de los cantos, que iban a lo alto y retornaban desde arriba.
Fue un momento único. No se ha vuelto a repetir en la Iglesia de Belén. En ese momento sellé un pacto de amistad con la música eterna que los hombres, sean los más sencillos o los más imponentes, cantan a veces para que los cielos escuchen, para que los niños se enamoren para siempre de su ser trascendente y potente.


LA CASA DE LA SENTENCIA

Enrique Posada

Así llamaban muchas personas a mi casa, situada en la calle 30 A con la carrera 82 C, Belén Terminal, donde terminaba dicha calle, detenida por una imponente casa finca, ya desaparecida. Hoy en día la casa de mi niñez tiene un aspecto muy distinto y está ocupada por una iglesia cuadrangular. Nuestra casa era alquilada, pertenecía a doña Ernestina, nuestra vecina de cabellos blancos, a quien mis padres pagaban 110 pesos mensuales de renta.
Era abril en 1957, Viernes Santo a las 10 de la mañana, cuando se fue formando una gran multitud en la calle, al frente de mi casa. De pronto llegó el padre Cadavid y sin mayores preámbulos entró a la casa con varios monaguillos y pidió que le trajeran una mesita, donde colocó una vasija con incienso, una jarra con agua, una ponchera y un libro de oraciones. Allí habló con mi mamá mientras nosotros, los hijos, escuchábamos curiosos, encantados por la importancia que significaba tener a un cura dentro de la casa hablando con la mamá. Es que nuestra casa era la Casa de la Sentencia, lugar singular desde donde arrancaba la procesión del Viernes Santo en Semana Santa, el Vía Crucis. Esa era la tradición y por ello el padre Cadavid entró a mi casa a organizarlo todo, de forma muy natural, sin duda ninguna. A los pocos minutos empezó la primera estación: Jesús es condenado a muerte. Mi casa era el lugar desde el cual Poncio Pilatos dictaba la sentencia y la multitud que había al frente de mi casa oía atenta, tal como sucedió hace 2000 años en Jerusalem. Sacaron el agua y la ponchera y el padre se lavó las manos, para que recordáramos el famoso episodio.
Mi casa era en verdad el lugar más apropiado. Tenía un porche al frente, techado y amplio, con barandas, elevado sobre la calle, desde el cual se podía ver toda la multitud y desde el cual la escena de la sentencia discurrió maravillosamente, mientras nosotros nos sentíamos importantes y únicos, contemplando aquel gentío, pendiente de lo que sucedía en nuestra casa. En la semana siguiente me reconocían en la escuela Carlos Franco, señalándome, ¿Vos sos el de la casa de la sentencia?

* * *

Nuestra casa era de tapia, antigua, cómoda, con zaguán y patio interior, donde jugábamos fútbol, sin quebrar jamás un vidrio, a pesar de las zozobras de mi madre, que sufría pensando que si el vidrio se quebraba habría que pagarlo. Estaba situada al frente de la antigua fábrica de paños Vicuña, hoy convertida en Centro Comercial Los Molinos. Era un día cualquiera y oíamos la radio en familia a las 7 de la noche, cuando se empezó a sentir ruido de gente en la calle. Salimos y de pronto nos dimos cuenta de que un gran incendio había estallado en la fábrica, a todo el frente de nuestra casa y que el porche del frente estaba repleto de personas que contemplaban el espectáculo, ardiente y excitante, de la fábrica en llamas. El cielo se iluminó de un naranja ardiente y los comentarios eran ricos en negros presagios. Nosotros pensábamos: ¿Y si de pronto las llamas llegan a nuestra casa? Pero el miedo se disipó cuando llegaron los bomberos y fueron apagando las llamas, en medio de la admiración de los presentes. De nuevo nuestra casa se convirtió en lugar importante y privilegiado, el mejor lugar para contemplar el incendio de Vicuña.
A propósito de Vicuña: Al frente de nuestra casa había un muro de ladrillos muy bien construido que remataba en una reja muy elegante, separando la fábrica de la calle. Más allá de la reja, estaba una cancha de fútbol que era la envidia del barrio por tener un césped verde, precioso, donde entrenaba el equipo de los trabajadores de la fábrica. Nos subíamos al muro y a través de la reja veíamos a los jugadores haciendo maravillas con el balón y ellos, sabiendo que tenían público, se lucían.

* * *

Un día domingo estábamos desayunando en familia, cuando se oyó en la calle un estruendo enorme, como si se estuviera acabando el mundo. El ruido se sintió bien cercano y la casa tembló, así que mi madre dijo: hay un terremoto y se va a caer esta casa, salgamos a la calle. Al salir, vimos una escena terrible: nuestro porche en el piso, destruido, en medio de un polvero y un enorme desorden. Pilas de cañabrava y de tejas estaban amontonadas en el suelo. De pronto comprendimos qué había sucedido: Una grúa de las Empresas Públicas de Medellín había golpeado el poste principal que sostenía el tejado del porche, al dar una vuelta en la calle y este se vino abajo con gran estruendo. No hubo una tragedia de milagro, pues el porche era un lugar de juegos en las mañanas de los domingos, pero estábamos desayunando dentro de la casa. Yo pensé: Y ahora, ¿De dónde sacaremos plata para arreglar todo esto? Pero mi padre dijo con enorme seguridad y tranquilidad: Empresas Públicas hizo el daño, ellos lo arreglarán. Así fue, en menos de un mes teníamos porche nuevo. Lo cierto del caso es que mi casa se convirtió de nuevo en centro de atención y de curiosidad.

2 comentarios:

  1. Esto si que es lindo recordar, porque yo también lo viví,no conocía estas crónicas tuyas, verdaderas y fantásticas.
    Que alegría, volví a vivir , y se que desde el momento en que viví a Presidente, supe que ya era liberal como nuestro padre, también al Padre Cadavid, y ni se diga lo del incendio, cenizas y re fuegos luminosos, un espectáculo.
    Maravillosos recuerdo....................Gracias

    ResponderEliminar
  2. No había leído tu comentario Martha. Muy especial. Gracias

    ResponderEliminar