viernes, 21 de diciembre de 2018

Parque de Belén, un universo compuesto de mundos entre la ciudad




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Parque de Belén, un universo compuesto de mundos entre la ciudad


No niega que muchos de los venezolanos se vienen a hacer el mal, dando una imagen negativa, pero no todos los son. Lo que más pide es paciencia con ellos. En su país si sales a protestar arriesgas tu vida y la de tu familia.
La viscosa, blancuzca y verde rila de paloma cubre cada rincón del parque. Sus plumas rebotan en las ramas de los árboles y en los descascarados bloques de cemento que arman el suelo. El inherente humo de cigarrillo parece ser la medicina que relaja el espíritu de pensionados indefectibles. Un mundo cuadrado zambullido en la particularidad de la vida: gozar.
Parque de Belén, insinúa su significado, bulla, desorden, alboroto, tumulto… El sutil olor a marihuana permea las fosas nasales de las almas del lado. Un prolijo acompañamiento de policías deambulantes en piaras. No importa, igual los relojes robados son producto del mercado del diario vivir de habitantes de calle.
Una máscara sensacionalista cubre los rostros de aquellos que se informan del último muerto de Medellín. “Muere taxista en Las Palmas”, titular del Q´ hubo.
El café, los rellenos y arepas que ofrecen los venezolanos que colonizan el parque reposan en termos y cajas plásticas. No es de extrañarse. Justo pasa una joven de aproximadamente veintitrés años ofreciendo sus empanadas para acompañar con un tinto. Camina dos o tres metros y se detiene ante todo sujeto que habita la plaza. Su ajada blusa color rosa pastel halaga la frase “Oh la la”, pero parece contradecir la emoción de su portadora.
Se acerca y es la oportunidad de hablar. Hace tan solo tres días llegó a Medellín, huyendo de la situación infernal de su país. Como ave desolada que recorre un desierto, esta mujer ha caminado algunas calles de la ciudad. Las imprevisiones la hicieron llegar hasta el Parque de Belén. No sabe ni dónde está parada, pregunta el nombre del lugar.
Su mirada humilde expresa la esperanza que conserva. La necesidad de comer la lleva a ofrecer sus productos. Igual espera que su título de técnica superior universitaria en Informática sea útil para conseguir un empleo. Parece ser que necesita ser escuchada por alguien, quiere contar por qué se vino de Venezuela.
Su cargo como analista junior de procesos no le alcanzaba sino para ganar un sueldo mínimo. Tan solo setecientos cincuenta mil bolívares para pagar pasajes, en los que se gastaba alrededor de quinientos mil bolívares, y la comida. ¡Imposible! Un kilo de carne que cuesta doscientos mil, de pollo trescientos mil, los huevos trescientos mil… Las contadas monedas no daban para nada y menos para dos personas, su novio y ella.
Los estudios, a gatas, que lleva su novio, le impiden trabajar. El poco dinero que ella ganaba tenía que estirarlo hasta más no poder para alcanzar, siquiera, a comer yuca y fríjoles, otras veces solo plátano y cada tres meses una migajita de carne o pollo. El hambre se convirtió en símbolo del país vecino.
Afortunada, así es esta mujer. Al menos tiene su pasaporte que le permitió pasar a Colombia. No tuvo que pagar los cien dólares que miles de venezolanos tienen que dar para poder obtener una firma, una licencia y el pasaporte. Sin contar que un solo dólar puede llegar a costar doscientos treinta mil bolívares, saldo que no alcanzan a ganar. Despavorida, cuenta que hasta hay que pagar por la vacuna contra la fiebre amarilla.
Lo único que queda es comprar el dólar al mercado negro. Para ella era casi imposible vestirse y hasta comer. A duras penas resolvía sus necesidades básicas. Y no es cuento de ficción que hay personas que comen de la calle. En ocasiones, tuvo que ver cómo mientras comía algo se paraban los niños y le decían “¿Me puedes regalar un poquito de comida?”.
La delincuencia se desató, los policías los agarran, pero de nada sirve porque les piden algo para el fresco y los dejan ir.
Recuerda con horror la travesía para cruzar la frontera. El play station que traía una de las compañeras con las que venía quería ser retenido por la guardia. Roto, sucio y sin factura, aun así, no lo podía pasar. “Hay que mandarlo a guardar y no te aseguro que lo puedas recuperar. Te lo pueden romper, le pueden sacar las piezas, pero si me das algo para el fresco, lo puedes pasar. Te cobro diez dólares por pasar el play”, recuerda que dijo el guarda.
Bienaventurada, a ella no la revisaron. Bueno, al fin y al cabo, lo único que traía era ropa, pero no la inspeccionaron ni le quitaron nada.
Suerte que con la que no contó una joven que venía para Cúcuta y traía un mercado bastante grande y la guardia le quitó la mitad. El hambre que tiene que aguantar la autoridad no se esconde. Lo mismo pasó cuando venían en San Antonio de Táchira, uno de los pasajeros del taxi traía tres costalados de aguacate. El taxista le advirtió y sugirió que le diera a los guardias antes de que le quitaran. Esta mujer nunca dejó de preguntarse, “¿por qué? Si ese aguacate tú lo compraste o tú lo sembraste. Eso es tuyo. ¿Por qué tienes que negociar algo con alguien?”. En ese momento ella entendió que los guardias también están pasando una situación difícil.
La autoridad que vive en Táchira es enviada a trabajar a Caracas, allí deben permanecer uno o dos meses, tiempo que se vuelve eternidad. Lo único que alcanzan a comer es arroz o pasta con agua. El Estado ni siquiera es capaz de suministrarles los alimentos. Es verdad que tienen que conseguir dinero en la calle, pero la situación está al borde del colapso.
“No es que yo me quiera quedar aquí. Mucha gente dice, ´Qué fastidio los venezolanos´. Pero mira, si esto se acomoda, yo creo que todo el mundo se devuelve”. Son estas las palabras de aquella mujer que se le aguan los ojos.
Lo que ella menos quiere es molestar a la gente. En vez de sacar a las personas, ¿por qué no ayudarse unos a otros? Está convencida que las ventas en las calles no se deberían hacer, pero se ve obligada a hacerlo para ayudar en los gastos de la habitación en la que duermen, estrechas, tres personas. Sin embargo, no pierda la fe de encontrar un empleo estable.
No niega que muchos de los venezolanos se vienen a hacer el mal, dando una imagen negativa, pero no todos los son. Lo que más pide es paciencia con ellos. En su país si sales a protestar arriesgas tu vida y la de tu familia. Persiguen a tus familiares y amigos. La salida no se ve cerca. Aún muchas, muchas personas los siguen apoyando, dicen, “Yo no como, no importa, pero yo los apoyo”. Situación alarmante. De nuevo se ven los ojos aguados de esta humilde mujer.
Una manera de salir adelante es por el apoyo de la familia. Algunos compran en un lado y comparten un poco con los otros. “No, mira, ven, vamos a reunir para comer”.
Así se desahoga, se despide y continúa ofreciendo sus empanadas en el parque.
Mientras tanto, el lateral de la calle 30 A se viste de lustradores bajo un viejo toldo verde. Un toque de brillo y quedan listos. Los adultos mayores disfrutan el final de la vida, en medio del juego, cuatro mesas se disputan la partida de cartas, a su alrededor un público que suda el juego.
Una curiosa mesa en la que se diligencian documentos se ubica allí y mejor todavía, al lado una en la que se toma la presión arterial. No vaya a ser que a uno de los adultos le de un ataque en la plaza.
Curioso es que la zona del parque con más amplitud, en la carrera 76, sea la menos frecuentada. Correr, brincar y jugar se podría dar, pero no. Lo único que predomina allí es la tranquilidad, el silencio que podría darse se trunca con el ruido de los carros.
Obleas, dulces, tintos y hasta cremas corporales se pueden encontrar. Palomas van y vienen por todos lados. La timidez que las caracteriza desapareció por completo, el miedo no está presente en ellas. Se vuelven amigas de la gente. Picotean los granos de maíz y arroz que reciben de niños y ancianos.
Una fuente cubierta de lama y basura, pero que es la zona de aseo de las aves y de habitantes calle y el suministro para hacer los tintos. Simón Bolívar, desconocido, sin placa y lleno de rila, observa cada detalle del parque. Único testigo fiel del microtráfico de la plaza que es escondido en las cajas eléctricas del parque. Todos los dan por desprovisto o tal vez se hacen los desprovistos, incluida la policía.
Los estrechos palomares son peleados por la multitud de aves. Cocuelo, el árbol que se une a los de edad avanzada espera a más visitantes. Por ahora, cada persona en su mundo, inmersa en el universo del parque y escondida en una ciudad llamada Medellín.

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