Alguien anda por Belén
(crónica de Pedro Nel Valencia)
30 julio,
2015
Por
sebasweb
Alguien anda
por Belén (crónica de Pedro Nel Valencia)
Tomado de: https://vivirenelpoblado.com/belen-cronica-comuna16/
Un
periodista, antiguo habitante de Belén, después de muchos años regresa al
barrio. Busca el lugar donde vivió y donde trabajó. Encuentra muchas cosas
cambiadas, una vida más frenética, nuevos usos comerciales. Esta es una visión
de Belén en dos tiempos, en dos ritmos
Me había ido
de Belén San Bernardo hacía más de 30 años y nunca había vuelto. Por eso me
despertaba curiosidad el eterno retorno, saber qué encontraría a mi regreso.
Cómo sería caminar por esas calles ahora, calles que en aquella época parecían
de una luz delicada, con las muchachas en flor. ¿Me encontraría con María, la
chica de una bella sonrisa, en cuya casa yo había vivido pagando arriendo en
una pieza? ¿Estaría en el mismo lugar el banco donde trabajé y, en diagonal, el
liceo Montini con su animado revuelo de colegialas a la hora de entrada y
salida de clases? ¿Qué habría donde mi tío tenía una pequeña tienda de
variedades en cuyo fondo vivía él y más al fondo, tras una cortina, había
vivido yo algún tiempo?
Es verdad
que no volví a Belén, pero el barrio se me aparecía en la memoria a veces.
Hasta a Madrid, a donde me fui a vivir en 2001, me llegó su viva imagen, cuando
el 29 de mayo de 2003 un mail me anunció una mala noticia. Era un mensaje de
Óscar, mi hermano:
Hola, Pedro
Nel:
Afectuoso
saludo
Te cuento
que falleció nuestro tío Toño. De enero para acá se encontraba muy mal de
salud. Por estos días estuvo en Medellín, hasta el pasado lunes que fue
trasladado al hospital de El Peñol para hacerle exámenes por medio del Sisben.
Hoy a las 8:30 de la mañana murió al parecer por una enfermedad de los
pulmones.
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Hasta
pronto,
Muchísima
suerte,
Óscar Iván.
Me hubiera
gustado ir al entierro, pero no podía salir de España porque aún no tenía
permiso de residencia y si pasaba la frontera ya no podría volver. No quedó más
que rumiar algunos recuerdos, el más antiguo, ya envuelto en las nieblas del
tiempo, cuando era niño y vivía en El Peñol. Por alguna razón, Toño se había
ido lejos y regresó un día al pueblo a visitar a su hermana Inés, mi madre.
Fueron dos días que todos mis hermanos y yo pasamos jugando con él, un tío
joven y bromista. Pero se fue de nuevo y por muchos años no volvimos a saber
nada de él, incluso ni mi madre.
Se convirtió
en una intriga, una leyenda. Que estaba en la Costa Norte, que lo vieron en el
barrio Aranjuez de Medellín, que había abierto una tienda en la 45 de Manrique,
que vivía en Cali. Eran rumores y ninguna certeza.
La verdad la
trajo, por fin, un familiar lejano de nosotros. Nos contó que Toño tenía un
pequeño negocio de cacharrería en Medellín, en el barrio Belén Las Playas.
Alguien de la familia lo visitó en un reencuentro feliz. Después mis dos
hermanos más pequeños estuvieron donde él paseando algunos días. Entonces yo
había entrado a la universidad, estudiaba Periodismo a primera hora de la
mañana y en la noche, mientras en el día trabajaba en el Banco Agrario, que por
la época figuraba como Caja Agraria.
Visité a
Toño; su pequeño negocio quedaba en una esquina. En la parte delantera estaba
la mercancía que vendía, en el fondo su cama y a un lado un mesón con una
estufa de dos puestos en la que hacía su comida. En ese reencuentro con el tío
experimenté su gran simpatía, la misma que le conocí en mi niñez.
Toño era un
personaje en esa zona de Belén. Todos lo llamaban ‘El Mono’, por su piel blanca
y ojos claros. Tenía una voz fuerte pero amable.
Cruce de la carrera 76 con la calle 30, en la estación Belén, de metroplús. Fotografía tomada por Róbinson Henao el 28 de julio de 2015
De pura
casualidad el banco me asignó a la sucursal situada a media cuadra del Parque
de Belén. En ese trabajo me encontraba bien, aunque la labor era intensa, más
sumándole mi asistencia de madrugada y de noche a clases. En el banco trabajaba
con Zoila, quien hacía los tintos y el aseo en la oficina; era una mujer negra,
entrada en edad, de baja estatura, robusta, de andar rengo y hablar lento, que
se quejaba de algunos achaques, hermoso personaje. El cajero era Gonzalo, quien
por las tardes echaba calle arriba a estudiar Contabilidad en la Universidad de
Medellín, situada cerca.
El director
de la oficina, Orlando, un tipo de El Carmen de Atrato, Chocó, simpático y
hablador. La contadora, Amparo, una mujer solterona que parecía vivir añorando
a algún hombre de su pasado. En cuentas corrientes laboraba Ramón, un muchacho
llegado de un pueblo lejano del occidente antioqueño, noble y jovial. Era
auxiliar de ahorros Lilian Sofía, hija de un alcalde todo terreno, de esos que
nombraba la Gobernación de Antioquia cuando aún no había elección de alcaldes,
y ejercía de pueblo en pueblo. Yo era a la vez auxiliar de ahorros y
‘patinador’, el que hacía las vueltas en otros bancos y llevaba en la tarde a
la sede principal de la Caja Agraria, en Colombia con Carabobo, en el Centro de
la ciudad, el canje que era un montón de cheques de otros bancos que habían
consignado los clientes. Una tarde, en un bus de Belén en el que iba con el
canje, se me perdió ese manojo de cheques que tenía en alguna tula, y vaya
rollo se armó.
Iba a
almorzar a la Plaza de Mercado de Belén, en la carrera 76, a un restaurante de
un cliente del banco. Vendía un sancocho espectacular, aunque yo pedía otros
platos y el sancocho lo comía una o dos veces a la semana.
De la
oficina también solíamos ir a tomar café en leche con buñuelos a la cafetería
Los Bachilleres, en una esquina del parque. Era de varios hermanos, con peinado
y estética de The Beatles, que ponían baladas de Beto Fernán… “Te llevaré
muchacha hacia mi tierra natal…”, algo así.
Belén
Rincón, rodeado de urbanizaciones. Fotografía tomada por Róbinson Henao el 28
de julio de 2015
Belén estaba
totalmente unido a Medellín, aunque al parecer le quedaban rezagos de pueblo
pues antiguamente había estado aislado de la ciudad por quebradas, mangas y
arenales. Entre las mujeres de más edad que yo atendía en el banco aún se les
oía preguntar: ¿Vas a ir esta tarde a Medellín?, aunque el Centro de la ciudad
sólo quedaba a 25 minutos en bus, dependiendo de si había o no trancón.
Por el
parque pasaba la carrera 76 que se iba hacia Belén San Bernardo y llegaba a
Belén Rincón y a la antigua agencia estatal de seguridad DAS, cuyas calles
adyacentes permanecían llenas de una multitud que estaba en los engorrosos
trámites para sacar el certificado de antecedentes penales, que lo exigían para
muchas cosas, hasta para ingresar a un trabajo.
… Más de 30
años después he vuelto a Belén. Mi hijo me lleva en su carro y nos acompaña un
hermano mío. Por unas calles pequeñas de un costado de la Iglesia del parque
subimos y salimos a la 30 A…
Por esos
días el tío Toño se trasladó con su negocio y su cama de la carrera 72 a la 76,
a unas cuatro cuadras del parque, luego de pasar un puente sobre una quebrada.
La 76 era
una de las vías más movidas de Belén en tráfico vehicular y también peatonal.
Se veían carros y gente a toda hora hasta altas horas de la noche, que iban o
venían del parque. Así que la cacharrería de Toño estaba bien ubicada y no le
faltaban los
clientes,
graneaditos en semana, con una afluencia mayor los sábados y domingos.
Con el
tiempo me pasé a vivir a Belén San Bernardo. Una señora, doña Eufrosina, que
tenía cuenta de ahorros en el banco donde yo trabajaba, me ofreció alquilarme
una habitación y acepté, pues yo vivía en un barrio lejos del trabajo. Quedé a
unas cuantas cuadras de mi tío Toño.
Doña
Eufrosina vivía de la pensión que le había dejado su marido, un jubilado de
Ecopetrol, que trabajó toda la vida en Barrancabermeja y había muerto unos años
antes. Él era paisa y ella santandereana. No tuvieron descendencia. Con doña
Eufrosina vivía María, simpática muchacha que trabajaba en una ferretería y era
tratada por la anciana como si fuera su hija. De alguna manera a mí me trató
igual, cuando viví en su casa. Doña Eufrosina entonaba una balada: “Siento que
una sombra extraña se ha posado en tu mirar…”, y decía que esa era la canción
que siempre le había dedicado su desaparecido compañero.
En Belén yo
caminaba en la noche sin miedos. Una señora que vivía cuatro cuadras más abajo,
en Belén Las Playas, me vendía la cena. Se llamaba doña Amparo y su casa era en
ladrillo pelado. Tenía una hija, de 14 años, que se sentaba a la mesa conmigo
cuando yo cenaba, pues su madre le decía que me acompañara. Era una niña de
piel trigueña, de rostro hermoso y ojos melancólicos que se quedaba todo el
rato mirándome, y su madre me decía que yo tenía que esperarla para que dentro
de unos años fuéramos novios, lo que no parecía descabellado pues yo sólo tenía
20 años. En la casa había otros personajes simpáticos, un hombre a quien
llamaban Pastrana y un par de primas de doña Amparo que vivían allí con sus
maridos.
Unos meses
después me pasé a vivir donde el tío Toño. Me insistió que viviera con él para
que me ahorrara el arriendo y en fines de semana y festivos le ayudara en el
almacén. Me llamaba mucho la atención ese mundo de Toño, su negocio, sus
clientes, las chicas que a toda hora llegaban a hacer bromas con él.
Él puso su
cama, plegable, dentro del negocio, y la mía quedó detrás de una cortina, al
fondo del local.
El retorno
Más de 30
años después he vuelto a Belén.
Mi hijo me
lleva en su carro y nos acompaña un hermano mío. Por unas calles pequeñas de un
costado de la Iglesia del parque subimos y salimos a la 30 A, donde dejamos el
vehículo en un parqueadero.
Bajamos
hacia el parque, pero yo me detengo a cada instante, pues esa calle 30 A,
aunque estrecha, se abre como una autopista para mi memoria. En ella, media
cuadra antes del parque debe estar el banco en el que trabajé.
En la
esquina de la 78 me encuentro una mujer en un puesto de venta de chance,
Fabiola Sánchez, quien me dice que lleva trabajando allí más de 20 años.
Fabiola me hace caer en cuenta que estamos en la acera del antiguo colegio
femenino Montini, una edificación de cuatro pisos, hacia la que alzo la mirada
y para mi sorpresa lo que encuentro son ventanales oscuros y maltrechos, un
edificio abandonado y casi tenebroso, con un letrero en el centro de “Se
vende”. Fabiola me cuenta que hace varios años ese colegio dejó de funcionar
allí e instalaron una comisaría de menores, pero los muchachos se volaban
fácil, y la cerraron. Mientras dialogo con Fabiola, mi hijo y mi hermano se
adelantan hacia el parque.
Fabiola me
entera de cambios en el barrio. La Plaza de Mercado (donde hacían aquellos
sancochos de los que uno no dejaba sino el hueso chupao) ya no existe; el sitio
lo ocupa un bloque de apartamentos. Igualmente, un almacén de gran superficie
que estaba a un lado de la Plaza había pasado de dueño en dueño y ahora se
llama de otra manera.
La mujer,
pelo teñido de amarillo y muy corto, me dice que cumplió 60 años. Nació en
Olaya, Antioquia, joven se instaló en Envigado, pasó al barrio París, de Bello,
y luego a Belén, donde vive desde entonces, en los últimos años en una
habitación alquilada. Tiene una hija y dos nietos que habitan en la zona
noroccidental. En su puestecito de chance en la acera ha visto nacer y morir
negocios en el local justo detrás de ella que ha sido cafetería, licorera,
restaurante, tienda naturista, venta de carnes frías, venta de helados y ahora
Droguería Ecodescuentos Belén.
Me muestra
lo que yo estoy ansioso por ver, aunque ya lo sospechaba: “Vea, allá era donde
quedaba el Banco Agrario hasta hace varios años, lo que antes fue la Caja
Agraria”. Me despido de Fabiola y paso a la acera del frente en busca del sitio
donde había trabajado tres décadas atrás. Me encuentro nuevos vecinos: una
cerrajería y una carpintería. Luego, entre una tienda naturista y un negocio de
telefonía celular, está el local donde quedaba el Banco Agrario, en el primer
piso de una edificación de cuatro pisos… Ahora funciona en el sitio una tienda
de artículos de cuero, ‘Artecueros’. Conserva las puertas amplias, estilo
garaje, que tenía el banco: en una está la vitrina del negocio y la otra la
forman dos alas de vidrio que apenas las franqueo activan un sonido de
campanillas alegres que me recuerda a alguna casa en la playa. Adentro están
pegados a las paredes los estantes con bolsos, correas, zapatos, chaquetas,
billeteras… Todo ese espacio era donde antes teníamos los puestos para atender
a la clientela del banco. Una joven sonriente me recibe y le confieso que sólo
quiero curiosear y conocer qué hay allí donde trabajé hace muchos años. Le hago
una pregunta y me remite a un hombre que está atrás, donde el local se
estrecha, trabajando en una máquina artículos de cuero.
El tipo,
amable, me hace seguir y me cuenta que ese local está ampliado pues los dueños
compraron un solar más atrás que les sirve de bodega. Junto donde está él, veo
la pequeña cocina en la que Zoila hacía el café y la recuerdo de nuevo con toda
claridad, su andar cansino, su voz pausada, su bondad. ¿Qué habrá sido de Zoila
y de todos los demás? ¡Ha pasado tanto tiempo!
Regreso a la
parte de adelante, veo en una vitrina pequeños objetos de cuero. Aprovecho para
comprar una billetera como me gusta, pequeña, sin muchos compartimentos, que no
forme un morro en el bolsillo del pantalón. Me cuesta 48 mil pesos. Doy las
gracias y salgo, me despiden las campanillas alegres.
… La 76 es
un solo mercado, una sucesión de negocios de toda clase, cacharrerías,
mueblerías, tiendas de ropa; una carrera saturada de comercio como no era
antes…
Bajo hacia
el parque. Ante mis ojos ya no se ven tantas viviendas como antes; desfilan
negocios de venta de colchones, una cooperativa, un laboratorio clínico, una
boutique, una papelería, y en la esquina ya no está la cafetería Los
Bachilleres. Llego al parque y me encuentro con un montón de cajas de plástico
y en medio de ellas tres vendedores de frutas y verduras. Están uniformados con
delantales y gorras de color beige.
A un
costado, la iglesia gris con su reloj marcando las 3:05 de la tarde. El parque
me parece el mismo de siempre, con árboles frondosos, con algunos letreritos en
los que figura la especie. Troncos y follaje inmensos. Árboles de cocuelos o
bala de cañón gigantes; a uno de estos se le cayó una rama, en aquellos años, y
fue suficiente para que dañara siete taxis de un acopio que había en el parque.
Hay bancas por todas partes, la mayoría ocupadas por jubilados, algunos
conversan. Lo normal, las palomas y los niños corriendo tras ellas.
Busco a mi
hijo y a mi hermano y vamos a almorzar a un restaurante cercano. Me sorprende
que vendan ajiaco; en el tiempo en que viví en el barrio habría sido imposible
de conseguir. Pido uno. Mientras sirven los almuerzos les muestro a mi hijo y a
mi hermano mi adquisición. Aprovecho para pasar a la nueva billetera los
documentos de la vieja que está que se deshace en pedacitos. La arrojo a un
recipiente de basura del restaurante.
Ahora
caminamos por el costado oriental del parque, por donde va la carrera 76. No
veo los bancos que había antes en ese costado, a los que yo iba a llevar
cheques de mi banco. Nos alejamos del parque, cruzamos la 30 y seguimos hacia
Belén San Bernardo en busca del local que tuvo el tío Toño y donde viví con él.
La 76 es un solo mercado, una sucesión de negocios de toda clase, cacharrerías,
mueblerías, tiendas de ropa; una carrera saturada de comercio como no era
antes. Llegamos a la 27 A, por donde baja una quebrada, cruzamos el puente y
entramos en territorio de Belén San Bernardo. Pasamos por la acera de unos
cuantos almacenes y pronto estamos frente al local que ocupó el tío Toño, su
tienda variada, a la vez papelería, cacharrería y venta de regalos y juguetes.
Sigue siendo
un negocio parecido al de mi tío, una tienda de variedades, ahora atendido por
dos mujeres jóvenes. Como es sábado en la tarde, está lleno de clientes.
Afuera, la calle con mucho tráfico de vehículos y buena afluencia de gente por
las aceras.
… Una tarde
de sábado, hace 30 y pico de años, cruza los temporales del tiempo y la
memoria. Estoy leyendo una novela recostado en mi cama, detrás de la cortina.
Adelante, en el negocio, el tío Toño juega ajedrez con un amigo, juegan al
estilo que llamamos ‘pinponeado’, rápido movimiento de fichas, mueve uno y
mueve el otro de inmediato. Los oigo desde donde leo.
–Jaque– dice
el amigo.
–No… pues
ganó– dice en tono burlesco Toño.
–Mono,
muéstreme qué esmaltes tiene –dice una muchacha que acaba de entrar a la
tienda.
–Tengo los
que querás, preciosa.
Se oye a
Toño dando unos pasos.
–Vea este
qué bonito.
–Ahh, pero
tan oscuro… mostrame otros.
–Jaque– dice
Toño mientras se oye descargar la ficha en el tablero.
Juega y
vende, vende y juega… Así se pasa la tarde de sábado y parte de la noche. Si
hay congestión de clientes salgo y le ayudo un rato. Y vuelvo a leer. En algún
momento Toño entra a la trastienda a hacerse de afán un café. Me ve leyendo,
sonríe y exclama: ¡Cómo harán para meterse tantas letras en la cabeza!
Sale y
vuelve a la partida de ajedrez. Sigue el golpeteo de fichas…
Con mi hijo
y mi hermano vamos de regreso al parque para subir por la 30 A a buscar el
carro. Sé que unas cuadras más arriba están Los Molinos, un moderno centro
comercial de varios pisos. El barrio ha cambiado mucho. No estoy en capacidad
de concluir si para bien o para mal. Posiblemente no cabe ninguna lamentación.
Belén, en su parque, en la 76, en la 30 y 30 A y en muchos otros sectores se
montó en el tren veloz, ruidoso y medio desordenado de la vocación comercial de
la capital antioqueña. Seguro no hay la tranquilidad de hace 30 años, pero es
un barrio vital. Ni mejor ni peor. Ahora… no quiere decir que no hagan falta
los buñuelos de la cafetería Los Bachilleres, hoy en día ocupada por una
agencia de arrendamientos; y se extraña al tío Toño y a mis compañeros del
banco, con Zoila que iba por ahí quejándose no sé de qué mal…
El cronista
Pedro Nel
Valencia (El Peñol, Antioquia).
Periodista
de la Universidad de Antioquia. Se inició como reportero en 1978 en El
Espectador, cuando empezaba la carrera y laboraba en un banco. Trabajó también
en el periódico El Mundo, en el noticiero TV Hoy, en la emisora Todelar, en el
diario El Tiempo (como director del noroccidente del país) y en la revista La
Hoja. Entre 2001 y 2011 residió en Madrid, donde trabajó en varios medios y
dirigió el periódico Latino, con 500 mil lectores. Realizó una maestría en
Migraciones Internacionales en la Universidad Pontificia Comillas, de Madrid.
Publicó el libro Días de fuego y, con otros periodistas, Medellín Secreto. Ha
dado cátedra en universidades de Medellín y ofrecido conferencias en
universidades españolas y en Casa de las Américas, de Madrid, sobre periodismo
narrativo y periodismo e inmigración. En 1984 ganó el Premio Simón Bolívar en
la categoría Crónica y Reportaje. Una crónica suya figura en la Antología de
Grandes Crónicas Colombianas. Ahora es editor de El Meridiano, de Montería.
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