lunes, 27 de junio de 2011

CRONICAS DE BELEN: JAVIER VELASQUEZ L.de M.

Mientras camino...
Javier Velásquez López De Mesa

Mientras Antonio mendiga un empleo, aunque sea sin paga, en la librería de Luis, yo camino hasta el parque de Belén. Son las tres y media de la tarde. Cuento más de cien pasos que ya delatan las vetas mojadas de sudor en mi camisa, alrededor del estómago. No siento pena, tal vez piensen que salí a hacer el ejercicio que exige mi pronunciada barriga, o que soy un mensajero acelerado que le corre a su patrón. Sonrío irónico.
Paso por la Nueva Villa de Aburrá, donde una barra de muchachos, sentados en un muro, le hacen juego al ocio inconsciente, recreo de una autoridad. Cada uno, con un cigarrillo de marihuana entre los dedos, le apuesta con su admiración y respeto al que parece ser el más fuerte. Éste sostiene, sentada entre sus piernas, a la única niña que los acompaña y veo cómo sus manos le rodean la cintura hasta juntarse en el ombligo. Ella, maquillada muy bien, abre la boca roja con un gesto que parece de recién nacido, mientras sale el humo como un alarido que no se oye, y luego escupe. Sonrío de nuevo al imaginar a su madre en el corredor de un patio, allá, más arriba, por Belén-Rincón, planchando su ropa y escuchando atenta El baúl de los recuerdos en Radio Reloj, mientras su pensamiento se resiste al dolor de las várices.
Sigo por la acera de la canalización hasta llegar a la 76, la de Belén, donde vivieron y todavía viven algunos de mis ascendientes. Paso por la vieja casa de Berta, la prima de mi papá. Sin necesidad de tocar o de asomarme por la ventana de alas, que imagino como gemelas centenarias, la veo a ella caminando coja hasta llegar al nuevo estadero del antiguo solar, el que hoy humilla a los diminutos cuartos de ropa de la urbanización vecina al que llaman Mall. Los dos limoneros, el mandarino y el mango le dan sombra a una provocativa tarima vestida de croché y a una mesa que orgullosa saca la cabeza de una máquina Singer, tan vieja como el solar. A su lado, como si fuesen pareja fiel, un radio de tubos deja leer su marca: Philips. Los dos funcionan bajo la aquiescencia de Berta y se unen al coro que le dará el ajuar a los recién nacidos de los desplazados que ahora protege la parroquia. Berta quiere ser útil para los demás, como Antonio, sacrificando la paga. Como yo, que ahora camino para que no se me envenene el alma. Mientras me alejo, en un segundo, me puedo sentar en una de las primitivas sillas que le dan la cara al patio principal de Berta, y vuelo a mirar la sala cerrada que sólo se abre a las visitas que no son de su confianza o por la elegancia de los que respiren señorío. Entonces pienso en doña Inés de Azorín. Veo las grandes fotos en añejos marcos que sólo enrostran la edad. Allí está Clementina, la madre de Berta, la tía de mi papá. En la pared del frente veo al Nazareno, con la túnica caída y el látigo marcado en su espalda y en su cabeza, la corona de espinas. Dos soldados romanos lo sujetan, parados en un balcón donde parezco estar yo. Puedo ver la multitud allá, abajo, agitada. Entonces voy, en un instante, a la casa de mamá Carlina, mi bisabuela, donde el mismo cuadro, alguna vez, me llenó de compasión y miedo. Y me digo que no me gusta, que jamás lo tendré yo.
Llego al parque, en la escuela contigua a la iglesia hay una gran aglomeración: padres y acudientes esperan la salida de los niños mientras los vendedores ambulantes tienden en el piso, sobre plásticos negros, las sorpresas, los muñecos, las pelotas llenas de aserrín que cuelgan de un resorte para que el dedo índice de cualquiera de ellos las sujete y así domine la guerra imaginada. Miles de cacharros, de mango biche con sal, panelitas con coco, papitas criollas fritas o en tajadas con limón, se venderán. Me siento en una de las bancas mientras, quizás, Ligia le acaba de coser las cortinas a Marta, adivinando que después estará frente al computador para disfrutar los nuevos mensajes de Amparo. Respiro profundo cuando siento la ráfaga de viento que me revuelve el pelo y ahuyenta rápido el humo del cigarrillo que acabo de encender. Pasa una mujer, me gustan su mirada, sus senos y sus piernas. Tanto la miro que me sonríe. Y pienso en el tiempo que llevo sin que alguien me sonría en la calle. Disfruto la tarde mientras miro las torres de la iglesia contrastadas con el cielo. Salgo del ensueño cuando pasan incontables viejos. Van de acá para allá. Caminan sin el cansancio de la edad de sus casas. Esperan quizás la mesada de la jubilación, se cuentan historias pasadas, alardean por machos, por verracos, o porque no están solos. Son muchos, todo en ellos parece repetido. El parque ya tiene la fama de los jubilados que allí pueden disfrutar del ambiente de pueblo.
Mientras camino a la iglesia oigo a Antonio enumerando autores de la literatura como ninguno lo puede hacer. Parece que tuviese un directorio en su cabeza. Los rusos, los africanos, los húngaros, los ingleses, hasta los antioqueños son de su saber. Y siempre incluye una pequeña reseña de sus principales obras, que con memoria prodigiosa no necesita releer. Se las aprende de los libros, de periódicos, de las revistas, o de oradores que poco a poco se van acabando en la ciudad. Con esta cualidad reta, sin ninguna ínfula y silenciosamente, a quien no le entiende su imposibilidad de concentración y de habilidad manual. Por eso nunca ha tenido un trabajo aunque muchos lo quieran o lo necesiten. Tiene a tanta gente y no tiene a nadie. Tal vez a Ligia, la que vive aquí en Belén. Ella, generosa e inteligente, lo conoce sin la necesidad de hablar. A las tres o cuatro de la tarde, después de golpear la puerta más fuerte que cualquier visitante, un almuerzo milagroso, con sopa de plátano verde, banano, aguacate y un buen seco, que incluye pepinos rellenos, arroz, tajadas de maduro y yuca frita, le devuelven la vida a Antonio, que disfruta y analiza como el mejor sicólogo de Medellín. Pero nadie lo sabe y él se los goza, llevándoles la contraria con mucha seriedad, aunque por dentro se ría. A veces me pide que le ayude a defender sus derechos que otros le ultrajan, como el de aquel macancón del minimercado de Bostón, quien después de que Antonio pagara la pasta de dientes y el jabón, que no le dan en su casa, lo humilló delante de todos y lo obligó a desnudarse en el último cuarto para una requisa total, buscando un ladrón. Al no encontrarle nada, lo echó furioso sin pedirle disculpas.
Huele a cirio, a vela, a iglesia, a Antioquia y aún se escucha el eco del tranvía cuando entro a la iglesia de Belén. Ya son las cinco, leo en el papel de la pared que los osarios se abren todos los días de cinco a seis. Cuento las veces que he visitado a mi papá. Ya, con ésta, son seis. No encuentro el rectángulo. Dos señoras rezan, y sólo les oigo un psss, sss, sss. Al fin lo veo, y me grabo el 49 para otra vez. Miro y miro por varios minutos, en los que no rezo. Hablo pensando y le cuento qué ha pasado desde que murió. El remordimiento me acosa por no haberle cumplido la promesa de dejarle sus cenizas esparcidas en el parque de Belén.
Salgo, la algarabía de la escuela pasó. Ya no hay tanta gente, los viejos se fueron a comer. Son las seis. Las palomas, cojas y aporreadas, por tapar con sus excrementos los bajantes de los techos, empiezan a tomar los lugares fijos en la fachada de la iglesia. Pienso que Maria Elena debe estar en la reunión de la junta directiva de la Cámara de Comercio y que hoy expondrá las últimas estrategias de mercadeo que sus obligados viajes internacionales le exigen. Ella, estando en la universidad, venía con Teresita a darle de comer a las palomas de Belén. Teresita no hace mucho venía con Manuel. En una heladería vecina a la colchonería, cada uno se tomaba dos cuba libre para después caminar, como ejercicio, hasta su casa y así, poder dormir. Hoy esa bebida es el mismo ron con soda, limonada o ginger ale. Con sal mezclada de zumo de limón y untado en el vaso, la llaman michelada.
Voy caminando hasta Unicentro por la Avenida Bolivariana, paso por la frontera del barrio, veo la casa de Otilia que ahora está en Barbosa. La puedo ver recateando la compra del horno de segunda para reemplazar el quemado. Corre y corre, hace y lleva las galletas, las tortas que por tajadas vende en las tiendas y una sonrisa la confiesa satisfecha porque ya ajustó la plata para pagar la cuenta de los servicios. Le digo que me muestre el papel y para mis adentros envidio la suma total, la tercera parte de lo que pagamos en Medellín. Le advierto que 38 metros cúbicos de consumo de agua son mucho para dos personas, en una casa que está en las afueras del pueblo; que se imagine la piscina de la Universidad de Medellín. Me recuerda que cuente a Alejandro, el nieto de cinco años, que casi vive allí, mientras su madre vende ropa. Salimos a mirar el contador y después me dice que ya hizo el reclamo.
Al avanzar por la Avenida Bolivariana me detengo a mirar cómo sacan los carros de perros, de hamburguesas, de arepas de chócolo, de tacos mexicanos, que ahora inundan a Medellín. Compiten por el menor precio, mientras sus equipos a todo volumen dejan oír el reguetón. Y pienso en los $2.500 de un combo de perro y gaseosa frente a los $17.000 de un combo en “EL Corral”. Llego a Unicentro, a las vitrinas no les interesa la situación del país; en las librerías, los precios parecen la primera cuota de un seminario en la universidad. Caigo en la cuenta de que hoy es viernes. La parranda, el gentío, el alcohol, le dicen a Colombia que todo eso de la crisis es mentira. Recuerdo a Gonzalo Arango y empiezo a recitar la estrofa que me aprendí de memoria, de su poema Medellín a solas contigo, cada paso se vuelve una frase:

“Francamente, Medellín, eres peligrosa. Eres como el Diablo para comprarte las almas, con la diferencia de que tú no las condenas al infierno, sino al no-Ser”.
“No te enojes, mi querida, te amo más de lo que crees, pues al fin tú me has hecho posible. A ti que no me has dado nada, salvo soledad y un poco de dura miseria, te debo la riqueza infinita de mi ser, que no cambio por todo el oro de tus bancos comerciales”.
“Después de todo, eres milagrosa. Haces posible lo imposible: hasta eres capaz de producir un loco idealista como yo. ¡Bendita seas!”.

¡Bendito! ¡Bendito! Y vuelvo a repetir este dicho tan paisa, tan de Diego-papá, mientras imagino de nuevo a Ligia, tan callada, sólo para proteger la unión de la familia. A nadie le cuenta lo que le hacen aquellos que no llevan su sangre, pero que está mezclada con la de los suyos. Con la hijueputa disculpa de la tercera edad, le cambian, le botan las cosas y hasta le dicen de qué debe hablar. Le quitan su biblioteca que es como quitarle su espíritu. Pero ella más bien no dice nada y sale a acompañar a La Abuela, la vecina de gran corazón con disfraz de fiera, que día a día, con los años encima, teje paciente los canastos que vende en la Placita de Flores. Ahora puedo estar sentado donde La Abuela, mientras ella me prepara el ponche para la gripa —tan boyacense como ella— y para muchos males: penca de sábila con tres limones cocinados y unas hojas de casco de vaca, y de penicilina, pero sin miel. Muchos se la piden para que no les quede tan amargo. Y ella dice que también se le puede mezclar “calíndula”. Y que es mejor hacer una gran cantidad que se envasa en una “barraja” de aguardiente. “A yo me tocaba hacer mucha y no dibasto cuando se enfermó mi cuñado Puno, si... el que se pone cotizas... ” “¡No siga ahumando mijo!... eso li hace daño, haga más bien ginasia o metase en una perapia”. Mientras hace y dice, me cuenta historias de don Juan y de la vieja que una vez le pilló en Manrique, a la que le dio casa. Y luego vuelve a las mismas historias repetidas de los atracos que le hicieron en la plaza, mientras ella les daba con la cuchara grande de palo, metiéndose la plata por el bolsillo secreto, o en el “blasiel, que ahí naide le manda la mano a uno”. Ella repite sus “haigas” y habla de las “posas” que los “polecías” le ponen a los ladrones cuando los cogen y de la “mulsión de escoty” que le levantó los hijos de la enfermedad.
Casi llego a la iglesia de Santa Teresita, la noche está embrujada por la luna y una brisa fresca me reconforta el cansancio de la caminada. Entonces miro al balcón de Luz Haydeé; allí están los cuernos que le hacían compañía a las pinturas, a las esculturas, que le daban ese toque de elegancia a su casa, mientras ella, ahora, lucha en otro país con el diseño de interiores que al parecer un computador gringo le niega. Más lejos de ella, al este, Lucía se soba las rodillas con “Vacol”, mientras calla y tampoco le cuenta a nadie de sus piernas hinchadas, de su mareo frecuente, de la nube en el ojo y de su dificultad para caminar. Y del ansia tan grande que como sueño se estalla en una finca en La Ceja, rodeada de comadres que nunca la van a dejar sola. Allí pensó acabar sus días, sin los hijos, que parecen gringos, y como una verdadera colombiana. Nunca imaginó que su jubilación en dólares no le iba a alcanzar.
Ya voy llegando a la casa, es la hora del reality. Pienso, al ver los libros, que hoy no leí. Cuando me siento en la cama suena el teléfono. Luis y Amparo se desahogan, por turnos, en la bocina. ¡Su hermana los volvió a humillar! Ahora la empresa no les paga la cuenta del celular. La tarjeta prepago la tienen como si fuera un carné, el que sus compañeros de trabajo aún no poseen porque no son familia de la dueña. Guardaron el carro porque no les alcanza para gasolina. Me molesto y me pregunto ¿Y a mí por qué me da tanta rabia oír esto?
Aún están los clasificados del periódico sobre mi cama; al verlos, pregunto si me llamaron. Con el no, pienso en los de mañana. Todavía tengo la esperanza tatuada, antes de cumplir los 48. Y después pienso en Yolanda, en que le vaya muy bien, cuando le saquen el riñón. Entonces, al apagar la luz, ya muy tarde, aparece Lucas, a quien la juventud le tapó los oídos y lo sentó en un trono, donde sueña como alguna vez lo hice yo. Hasta que un día, quizás lo despierte una suma, como me pasó a mí.
Entre sueños, casi dormido, veo a Rosilda sentada en su silla de ruedas, mientras me recibe la visita. Luego hace una pausa para tomarse las gotas de prednisolona, y sigue rasguñando la guitarra que le dejó al morir Leontina. Parece que musicaliza uno de sus poemas, el que poco a poco me arrulla como lo hizo con mi papá en Belén.

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