lunes, 27 de junio de 2011

CRONICAS DE BELEN: OLGA HELENA MARTINEZ GOMEZ

UN DÍA DE LLUVIA
Olga Helena Martínez Gómez.

Cuando salía diariamente a estudiar hacia el colegio de la Inmaculada iba a pie y solía irme despacio. Pasaba por El Barrio de Jesús y a veces, cuando salía con más tiempo, me sentaba unos minutos en la banca de un pequeño parque cercano a mirar las montañas del frente y a pensar qué haría cuando fuera adulta. Tenía el presentimiento de que mientras más metas lograra en mi vida, más cerca estarían de mí aquellas montañas. Después seguía mi camino y pasaba por un costado de la estación del F-2 para seguir en línea recta por la carrera 76 hasta llegar a la puerta del colegio. Solían tocar un disco en vez de la acostumbrada campana para la entrada en la mañana y la salida al mediodía. Colocaban las melodías de Richard Clayderman, y con particular insistencia la canción “Amor se escribe con A”. Todas esperábamos ansiosas aquella melodía para salir a nuestras casas, pero hubo un día que hizo demasiado frío y no cesó de llover a la hora de la salida. La mayoría vivíamos cerca, así que estábamos acostumbradas a irnos caminando, pero aquel día ninguna pudo salir por sus propios medios. Nos sentamos a esperar a que terminara de llover pero arreciaba con más fuerza como si el cielo tuviera una misteriosa razón para dejarnos por un rato más en el colegio. Comenzamos a charlar durante la espera; Luz María decía que podíamos irnos corriendo hasta su casa pues quedaba detrás del colegio San Carlos el cual estaba a un paso de donde nos encontrábamos; Vicky insistía que sería una buena experiencia correr y jugar bajo la lluvia y Mónica nos invitaba a almorzar a su casa que quedaba en la Urbanización La Palma. De pronto comenzaron a llegar los padres de muchas de ellas en sus carros. En cuestión de media hora sólo quedamos cinco niñas de casi un centenar que estábamos esperando. Nos miramos y pensamos lo mismo. Tal vez no podrían venir por nosotras. En mi caso sabía que tendría que esperar a que amainara la lluvia pues mi padre estaba de viaje y mi madre no sabía conducir el automóvil. Mientras pensaba en ellos llegaron por otras tres. Quedamos sólo dos. La otra se llamaba Teresita y de pronto dijo:
–Ya vendrán por mí. Es que vienen desde Laureles y como las calles están mojadas se están demorando un poco.
Tenía razón, a los diez minutos ya se había ido. Al ver que estaba sola y que el frío se escurría con rapidez dentro de mi piel, no pude evitar que mis lágrimas salieran y entibiaran un poco mi rostro. Cuando ya había hecho acopio de todas mis fuerzas para caminar bajo la lluvia y me dispuse a bajar las escaleras para llegar a la salida, observé que una bicicleta verde se aproximaba a la puerta. Cuando estuvo más cerca pude ver quién era. Era Gustavo, mi hermano mayor. La felicidad me embriagó de inmediato. Llevaba puesto un impermeable pero no le había servido de nada pues estaba completamente empapado.
—¡Galena, te vine a buscar para llevarte a la casa!— me dijo esbozando una bella sonrisa de niño bueno que aún conserva en su rostro cuando sonríe—. Mi mamá no está y yo decidí recogerte.
—¡Muchas gracias Nino! ¡Muchas gracias!— le dije, pues así solía llamarlo. Mientras brincaba a su lado le di un cálido abrazo que aun guardo en mi memoria.
Él me acomodó lo mejor que pudo en la barra de la bicicleta y me colocó con delicadeza el otro impermeable que había traído para mi. Yo me sentía la más afortunada del mundo, contaba con mi hermano en medio de aquella tempestad y no le había importado mojarse.
Cuando me monté Nino comenzó a pedalear con dificultad, sentí su respiración forzada en mi espalda y su esfuerzo para hacer mover la bicicleta por mi peso adicional. Salimos por la carrera ochenta, seguía lloviendo pero a mi ya no me importó. Poco a poco la bicicleta fue cogiendo impulso y ya para mi hermano no fue tan difícil continuar. Estaba feliz, las gotas heladas que caían sobre nuestro cuerpo parecían ahora un juego más y deseé alargar el paseo antes de llegar a la casa.
—¡Sigamos montando Nino! —le dije con euforia—. ¡Vamos a comer pastel al parque!
—Bueno, pero no le diga a mi mamá —me contestó entusiasmado después de pensarlo por unos momentos.
Cuando llegamos a la intersección con la calle treinta mi hermano volteó y comenzamos a bajar hasta el parque. Nos detuvimos en la panadería Pan Pluff que considerábamos la mejor de Belén. Nino me invitó a comer pastel de arequipe que era mi preferido y nos sentamos mojados, sintiendo que había sido un día maravilloso a pesar de la lluvia. Después de aquel día tuve la plena seguridad de que siempre contaría con mi hermano en los momentos difíciles. Y no me equivoqué, porque continuó llegando a mi vida con un impermeable nuevo en cada tiempo de lluvia, su sonrisa optimista y con el poder de un mago para cambiar el tono gris del día por uno añil soleado. Cuando salimos ya había dejado de llover. Nino volvió a subirse a su bicicleta, se quitó su impermeable y me dijo sonriendo:
—¡Vamos Galena, el mundo es nuestro!


UN DIA CUALQUIERA EN MI BARRIO
Olga Helena Martínez Gómez.

Cierro mis ojos y mi memoria vuela vertiginosa hacia tiempos atrás cuando era apenas una joven y vivía en el barrio Belén - Linares al sur occidente de la ciudad. Acabábamos de trastearnos y la urbanización en donde viviríamos la habían construido hacía poco y constaba de un centenar de casas multicolores que se parecían un poco al antiguo barrio argentino “Caminito”. No se asemejaba por los tangos ni por ser una zona de encuentro de los pescadores de la región sino por el colorido y la vivacidad de sus moradas. Como en Caminito, las casas estaban pintadas de vivos colores que le daban al barrio un ambiente alegre y pintoresco. La mía era de color naranja y las de mis vecinos más cercanos eran azul y café. Pero a unos metros más estaban las azules, las rojas y las amarillas. Llegó a ser tan importante el color de cada casa que por mucho tiempo identificamos a los vecinos por el color de las fachadas de sus hogares.
Recuerdo con nostalgia aquellas veladas de mis padres con los vecinos. Solían sacar varias sillas a la acera y una mesa redonda para poner las copas y la botella de aguardiente. Ellos tomaban y hablaban de sus anécdotas laborales, de fútbol o de algún pormenor cotidiano que recordaban, y luego, cuando la alegría se diseminaba a través de la sangre en compañía del etanol, aumentaban el volumen del equipo de sonido y los tangos como “Cambalache”, “En esta tarde gris”, “Nostalgia” y varios boleros como “Amar y vivir”, “Usted”, “Morir soñando”, sobrecogían la cuadra entera. De pronto se oía la voz detonante de Gonzalo quien era el que primero se embriagaba y comenzaba a molestar a mi padre porque mi perro se había acostumbrado a orinar en su jardín. Luego seguía Nevardo con su voz ronca y pausada que con unos tragos de más se tornaba aguda y vivaracha. Más tarde escuchaba la voz de mi padre gritando mi nombre o el de alguno de mis hermanos porque no nos veía en nuestra cuadra en donde solíamos jugar escondidijo, chucha o quemado. Una hora después llegaban ellas, sus abnegadas esposas con algo de comer para “bajar los traguitos”. Ellos no vacilaban en invitarlas a su lado para que compartieran aquel alegre momento y era cuando mi madre los invitaba a todos a pasar a la casa porque ya era tarde y el bullicio podía molestar a los otros vecinos. Fue en una de esas noches cuando recibí la visita de mis primeros amigos. Me sentaba en la acera de mi casa a hablar de poesía con Carlos o a compartir algún escrito con Mauricio o a hablar sobre experiencias del colegio con Hernando. La noche se iba rápida y era maravillosa sin que hubiera necesidad de un beso o una caricia. No se si era porque estaba muy joven aún o porque mis padres desde la sala me asediaban con frecuencia.
En aquel barrio había mucho en que distraerse pues el grupo de jóvenes sumaba casi treinta. Cuando nos juntábamos éramos el terror del barrio pues no faltaba el vidrio roto o los improperios de alguna anciana enferma. Recuerdo a mi amiga Ingrid con quien acostumbraba a competir por ser la mejor en cada juego y posteriormente por tener el mayor número de pretendientes.
Cuando mis padres conocieron mejor los otros vecinos del sector fueron más laxos en mis salidas, claro que casi siempre estaba conmigo alguno de mis hermanos que también quería jugar. Nos gustaba montar en bicicleta y nos recorríamos a Belén entero. La carrera 70 era nuestra zona predilecta pues apenas la estaban construyendo y era la calle más larga y más recta de la zona en donde podíamos montar sin peligro.
También me gustaba salir por los alrededores en compañía de Pipo, mi adorado perro que nació en aquel barrio. Cuando creció un poco fue mi asiduo compañero de caminatas. Cierto día, después de llegar del colegio decidí salir con Pipo un poco más allá de la urbanización. Era un ambiente apacible en donde se escuchaban las risas de los niños en las calles o los vozarrones de los vendedores ambulantes de frutas o verduras. Eran casas sencillas pero bien cuidadas en las cuales se veían a las amas de casa limpiando en los balcones o barriendo en las aceras. De pronto el cielo se tornó plomizo y la lluvia cayó de improviso sin darme tiempo para devolverme hasta mi casa. Corrí lo más que pude arrastrando a mi perro para que no se mojara. Por fin encontré una gran construcción de cemento de forma hexagonal. No sabía que era aquello, así que pensé en guarecerme un rato de la lluvia y los relámpagos. Llegué por uno de sus costados y estaba cerrada la entrada, corrí hasta la siguiente puerta que era más grande y estaba abierta de par en par. Al entrar me percaté de inmediato al sitio que había llegado. Seguí sin hacer mucho ruido en compañía de Pipo que estaba asustado por la tormenta. Pensé en dejarlo afuera pues se trataba de la iglesia del barrio, pero mi perro no estaba acostumbrado a estar solo, ni siquiera en mi casa, así que me tomé el atrevimiento de dar unos cuantos pasos más adentro con él. Cuando ya no pensé más en el temor de ser descubierta, pude reparar todo mejor. Caminé por el centro de la nave y algo me hizo mirar hacia arriba, mis ojos quedaron atrapados de inmediato ente aquel espectáculo. Se trataba de una gigantesca cruz de madera que sostenía a Jesús moribundo y semidesnudo. Era semejante a cualquier cristo pero su tamaño descomunal no tenía comparación con ninguno. Nunca había visto un cristo de aquellas proporciones, además aquella semipenumbra que lo iluminaba de forma particular impresionó aún más sentidos. Nunca olvidaré aquellas manos colosales sostenidas por clavos enmohecidos y salpicadas de sangre, ni el color pálido de su rostro. Por largo rato contemplé aquella figura que parecía real para un mundo de gigantes y olvidé el resto de la iglesia. Cuando salí un poco del asombro y me dispuse a recorrer las otras naves del recinto advertí que ya había escampado y de nuevo el temor de ver entre los candiles algún hombre de sotana y ser sorprendida con mi perro me hizo huir. Corrí hasta mi casa y le conté a mi madre mi encuentro cercano con aquel cristo colosal.
—Es la iglesia de San Bernardo hija— me dijo con gracia al ver aún el asombro en mis ojos.
Hace muchos años que no visito aquella iglesia pero al pensar en ella me sigo asombrando con su tamaño, pues en ninguna parte del mundo en donde he visitado iglesias, he encontrado aquel tamaño de cruz. Si alguna vez fuera de nuevo, espero que aquel cristo de madera me vuelva a conmover como lo hizo aquella tarde de invierno al lado de mi perro Pipo.

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