lunes, 27 de junio de 2011

CRONICAS DE BELEN: OSCAR GIRALDO MESA

PARQUE DE BELÉN
Oscar Giraldo Mesa.

La iglesia de la vieja foto tiene una torre central en el frontispicio y una cúpula, la actual, en el ábside. Una casona de alta portada con reja sobre un muro y la escuela Rosalía la escoltan a lado y lado. Dos caballos pastan en la manga del parque y unos árboles adornan el conjunto. No hay bancas, se ve un camino hacia la escuela, la calle está destapada y la tranquilidad por ausencia de moradores lleva a entender que Belén era un pueblo cercano a Medellín.
El padre Duque derrumbó la casa y construyó la Cural de ahora. Algún sacerdote o un sismo (para el caso, da lo mismo) tumbó la torre y en su lugar erigió las dos torres laterales con sus correspondientes cúpulas.
Aún no había llegado cronos cargado de relojes y navajas, con su caminado de caballero con armadura y su cohorte de súbditos que permutan y venden el tiempo troquelado en metales.
La torre, de sección cuadrada, tenía reloj en cada cara y de seguro nuestros queridos alcohólicos, con sus cuerpos momificados y las mentes destruidas por la FLA, se habrían deleitado viéndolos marcar diferentes horas.
Ahí mismo, en donde los caballos pulían el césped, se acomodan hoy nuestros campesinos que traen de la montaña (o de la plaza minorista) sus comestibles térreos para ofrecer cada semana a los habitantes tradicionales del parque.
La santidad y rigidez del padre Duque no admitían escotadura en la camisa ni vestidos ceñidos que distrajeran la solapada mirada de los varones hacia las damas. Hoy, todos los pensionados contemplan tranquilamente a las mujeres, algunas cargadas de silicona, que nos hacen recordar que nuestra finca se llama Parque de los pájaros caídos.
Las maldiciones sacras hicieron desaparecer el vecino teatro Mariscal: penumbra complaciente que cobijaba los besos furtivos de los enamorados que se escapaban hacia el cine para deleitarse con ese pecado sublime, hoy mandado a recoger.
De aquellos caballos, han migrado hasta sus fantasmas. Hoy, como representante de la fauna, en una esquina del parque duerme un perro de color indefinido, alérgico al agua y cuya lengua negra despabila a los mendigos no autorizados por el alcalde.
Siempre, tiene quórum el parque; hay reemplazos y muchos lugares están separados por personas que se incomodan si encuentran ocupado el lar. En la mañana, un grupo de académicos intercambian conocimientos y corrigen el país mientras queman calorías con las continuas vueltas al predio. Regresan a la querencia y descansan para volver a la rutina.
A la hora del almuerzo rebaja la asistencia y después de la siesta, cuando los árboles crecen más despacio y en silencio, una dama preside un cenáculo para entonar el rosario por las intenciones de los jubilados pensionados en el cielo. Entre los apóstoles está la vendedora de bananos que a precio justo los ofrece y espera que el comensal devuelva la cáscara para llevarla a la basura.
Hacia las diez de la mañana, en el lado oriental, un señor con pantalón marca AC, camisa ídem, gafas y celular, mantiene vigente el corazón mediante una interminable caminata alrededor de un rectángulo imaginario
Las palomas vuelan de las cornisas del templo a la alberca refrescante vecina al Libertador en estatua vertido. Mitigan la sed, se bañan con pudor y regresan a la iglesia a defecar el granito que colapsará hacia el final del universo.
Cada mes llegan los artesanos a ocupar una amplia zona. Hay ventorrillos y cuerdas por doquier, quien camine descuidado puede llegar a ahorcarse en un cable eléctrico. El pueblo disfruta con los artífices de pulseras, relojes chinos, panelitas de coco, discos compactos, música pirata, libros para llegar raudo al paraíso y hasta ropaje de lana traído desde Ecuador con indio incluido.
Esta feria aporta su propia soledad y los jugadores de dominó deben suspender sus apuestas de altos caudales hasta que el parque quede listo para la llegada de un castillo inflado con un soplador de aire para divertimento de los niños.
Quien cuente las zancadas y los recorridos del loco Iván puede hallar una fórmula matemática (sin logaritmos) para calcular el área exacta del parque de acuerdo con las fases lunares. Y quien haya degustado a Víctor Hugo, el francés, podrá comprobar que ese giboso, cortito de estatura y peludo que se hace cerca de la ferretería es su jorobado escapado de Notre Dame de París.
Algunas personas, con razón o humor, ¡vaya a saberse!, llaman a este Parque de Belén, la Planta de acabados. Es ésta, una zona que respira amistad, aceptación y armonía entre todos. A veces creo que este parque es el verdadero atrio del templo vecino. Sólo falta entre los contertulios, un clérigo.
Como lugar público tiene la vigilancia de los vendedores de suerte encarcelados tras los barrotes de sus propias celdas.


DE UN ORATE CON CUERDA
Oscar Giraldo Mesa.

Le pido el valor de X para llegar a cinco desde dos. Me mira desde sus ojos desorbitados, pasea la lengua por la huella de su dentadura en ambos maxilares. Antes de invitarlo a desayunar le solicito que me acredite su credencial de profesor de álgebra mediante la resolución del problema. Arruga el papel y lo esconde en la chaqueta que se ha mimetizado hasta alcanzar el color pardo de la piel del hombre.
El hambre le hace sorber sin precaución el primer trago de café calentado cerca de la ebullición; cual serpiente airea la lengua por la boca desdentada y amaina la temperatura engullendo pedazos de pan que se ven descender por la garganta.
Lo había visto caminar a paso largo, las manos las balanceaba al unísono con la chaqueta que bailaba al vaivén del cuerpo, como atalayado miraba desde su demencia y lanzaba improperios contra los paseantes del Parque. No había reacción alguna contra el loquito, todos lo ignoraban y alguna vendedora de lotería decía: Hoy si que está mal Iván, debe tener hambre.
El lustrabotas me golpea en un zapato, el Loco del Parque me enfrenta con la grande y yo le tiendo la mano con unas galletas. Avanza a zancadas hasta la cabina del teléfono de los taxis, cavila y regresa por las galletas cuando compruebo el brillo creado por Lucho. Las desenvuelve ansioso y agradece con timidez.
Este acercamiento a Iván me ha deparado, desde entonces, un trato personal en que éste hace un oasis en su desvarío, saluda, lo invito a comer algo y le pido me agradezca con un insulto. Me ausculta y apunta: eso es para los otros. Se escabulle y vuelve a su trabajo de insultar, aún a los policías, en medio de la indiferencia más respetuosa del pueblo.
Los taxistas del Parque lo molestan con cariño; el perro negro, especie de león trasquilado, no le ladra; Cuasimodo, mendigo encorvado lo mira indiferente; sólo el desaparecido cojo del pasadizo de La Céspedes lo insultaba y no permitía se le arrimara. Algunas personas aseguran que su locura procede de la soledad posterior a la muerte de la madre. Muchos lo recuerdan cuerdo cuando vendía escobas que él mismo fabricaba.
He descubierto a un ser atormentado por la soledad, enloquecido por las voces interiores que lo reclaman desde otro universo, desarraigado de su propia casa por los malandrines y por el Estado que tomará su vivienda por no pagar impuestos y que sólo encuentra descanso, a pesar de sí mismo, en una clínica que desdobla su identidad con sedantes.
Cuando regresa de “allá arriba, en Robledo” lo veo taciturno, caminando al borde de la levitación y que trata de hacerme entender su dominio de lenguas que su cerebro atropellado despide en jerigonza.
Hace mucho desapareció del Parque. El niño lotero me asegura encontrarlo en las escaleras del F2 y una señora vendedora de tiempo en celular me recomienda ir a las cercanías de la escuela Valencia. Todo ha sido inútil, creo que lo han llevado para “allá arriba” después de adormecerlo con tranquilizante mezclado en algún alimento, cosa que el siempre ha sospechado.
Todos lo conocen y extrañan en el Parque, muy pocas personas saben de su familia, él mismo ignora su edad, en ocasiones habla con propiedad en términos castrenses y parece olvidarse de él mismo cuando se sienta con la cabeza entre las manos y fuma hasta quemarse los dedos con la colilla.
De seguro tuvo cariño maternal, jugó con la lluvia, persiguió globos, robó frutas y disfrutó a plenitud las mangas del antiguo Belén. Debió maltratarse en las incómodas bancas del Teatro Mariscal, seguro incumplió alguna norma del Padre Duque impartida desde el púlpito barroco y se embriagó en el quiosco frontal al actual Bancolombia.
Alguna vez se cansó de la rutina de las personas normales y creó sus propios fantasmas que invadieron su interioridad hasta llegar a hacerle creer con certeza que sólo él era cabal entre todos los locos, normalmente anormales, que habitaban el Parque como su propio feudo.
En ocasiones creo que somos seres imperfectos que por no querer comprender la locura tenemos que presumir de ser depositarios de la cordura.
Si ven a Iván, él suele destacar su apellido: Franco, díganle que un loco lo está buscando con un par de tenis de segunda envueltos en una bolsa plástica no biodegradable del Éxito.

Con cariño para Iván

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