Nota: Durante una charla con alumnos de un taller literario, se propuso hacer "cuentos del barrio". Yo propuse este cuento, relacionado con una historia que conocí años antes en Altavista. No es literal, pero sirvió de inspiración
VIAJE DE RETORNO CON RULETA RUSA
Me llamó mucho la atención que esa reunión tan programada en el barrio, que se celebraba siempre los 20 de julio y de la que tanto había escuchado hablar, para mí fue la primera y la última.
Todos mis parientes y amigos me decían que era la mejor fiesta del año y se preparaban durante meses para gozarla. En el lenguaje cotidiano de la calle en donde vivía mi familia, se conocía como “el-parche-del-día-de-la-Independencia”.
Me llegaban cada cierto tiempo cartas y postales en las que narraban cómo había sido el del año que pasó, cada vez mejor que el anterior; las llamadas daban cuenta de lo maravilloso que era estar en esa rumba, de lo que me estaba perdiendo, que cuándo iba a regresar al País y yo con las disculpas, que el billete, que el trabajo(en realidad los tres trabajos) que estar indocumentado, que mi novia mexicana(pero con papeles y esperando un hijo), y mil justificaciones que lo que hacían era demostrar un improbable retorno cada vez más lejano.
Hago notar que antes, cuando estábamos más jóvenes, las fiestas eran reposadas, un tanto contenidas, nada estrafalario ni que se saliera de lo normal, pero desde que llegó Calofe al barrio, luego de haber “coronado” un envío de droga con sus nuevos patrones narcotraficantes, impregnó la cuadra de desborde, excesos, exhibicionismo y algarabía; desde entonces, la francachela nunca volvió a ser la misma: desmadre total.
Hasta que un día, después de muchos años, pude retornar. Me había casado; como ella era ciudadana me hice residente legal, el embarazo terminó en un aborto, creo que por tanto trabajo casi sin descanso y sin espacio para las distracciones o el entretenimiento, solo trabajar y trabajar como esclavos, agravado por esas estaciones con clima de temperaturas extremas a las que nunca nos pudimos acostumbrar.
La pérdida del bebé nos alteró mucho como pareja, nos desgastaron las culpas y los reproches por parte y parte y, en una rabia, apenas tuve los papeles, hice todas las locuras posibles, entre otras renunciar a dos de los trabajos, irritado porque me habían prometido y no me dieron el permiso para ese verano y entonces cerré los ojos y armé viaje para Colombia. ¡Era verano, me iba a tocar gozarme la famosa fiesta de independencia, “el parche” tan esquivo que durante años me había sido negado!
Volví como un héroe de guerra, mis hermanos me hicieron entender que se había generado una especie de leyenda alimentada con embustes y exageraciones sin fundamento de lo exitoso que yo había sido en mi viaje migratorio a los Estados Unidos; supe que me apodaron “El Gringo” y se corrió la fama de que había regresado “atascado-en-los-billetes”. Era cierto que había ahorrado, que tenía un modesto capital y había invertido en la compra de algunas propiedades, en realidad tenía más que los muchachos del vecindario, pero distaba mucho de ser un magnate. Ni siquiera podía considerarme rico. Y lo que tenía lo había conseguido trabajando como un burro, nada ilegal, mucho menos realizando actividades de peligro ante la ley. Además, por principios morales, odiaba las drogas y conocía todo lo malo que se derivaba de sus poderosos tentáculos. Lo mío era sencilla y llanamente trabajo duro, ambición canalizada en la misión de lograr el “sueño-americano”, conque crecimos varias generaciones de latinos.
Al llegar, supe que Calofe estaba muy interesado en mí, tenía mucha curiosidad de ver cómo estaba yo, qué contaba, qué pretendía con mi regreso, no sé bien si marcando territorio o era una simple una expresión de su inseguridad, lo cierto del caso fue que se notaba un tanto retador y con aires de macho-alfa con ganas de demostrar quien-la-tenía-más-grande. Eso a mí me tenía sin cuidado, yo solo había vuelto en unas vacaciones a descontaminarme del ambiente que me tenía saturado y con ganas de visitar a mi gente y a los amigos que hacía tiempo no veía. Tenía ganas de blasfemar en español, de reírme con ese humor desaforado del trópico, bailar hasta que me dolieran los pies y gozar ese calorcito, esa picardía, esa vitalidad que no es fácil encontrar cuando uno es inmigrante.
Después de varios días de estar flotando en la nube de mi retorno tan anhelado, en un constante movimiento que apenas me daba tregua para aterrizar y ponerle orden a mis pensamientos y emociones, llegó el día del “parche”. Resumo: Mis vecinos cerraron la cuadra, la llenaron de guirnaldas y pasa-calles, pusieron música a todo volumen. El licor y la comida llegaban de todas partes en un cauce que no parecía tener fin. No sé cuál de las muchachas estaba más bonita y apetecible o cuál amigo era más amable y gentil. Y Calofe, al principio simpático y atento, fue mutando en confrontador, con una ironía punzante que me tocaba, que yo no estaba buscando, pero que no dejaba que me escabullera en la indiferencia. El entorno se fue volviendo pesado. Entre tragos, chanzas e historias, la gente fue tomando partido por mí, me veían más refinado y a Calofe como el cafre que era, en realidad nunca había sido más que un aparecido que consiguió plata a punta de delitos y torcidos. Y se le notaba. Fue un contrapunto total, la atmósfera estaba tensa y prometía ponerse peor. Y se puso. Con decirles que al final me retó delate de todos a jugar a la ruleta-rusa y yo estaba ya borracho y tan irritado, que acepté. Hicimos cada uno de a 4 disparos, haga de cuenta una final a los penaltis y en el último, la cabeza le voló en mil pedazos. Quedamos todos en-shock.
Sobra decir que, entre policías y compinches, me tuve que escabullir del parche y volví en veloz carrera a la USA, en busca de mi mexicana. La encontré bella y dulce y aún vivo con ella. Les cuento: Está otra vez embarazada. Hay esperanzas.
Sobra decir que nunca más he regresado a disfrutar del “parche”.
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