lunes, 1 de octubre de 2018

EL COMETERO MAYOR DE MEDELLÍN.




El cometero mayor de Medellín. Una 

crónica de Ricardo Aricapa



Esta crónica está incluida en la antología Medellín es así (Ediciones B, 2016) del periodista 
caldense Ricardo Aricapa. El texto se publicó por primera vez en el periódico El Mundo en
 junio de 1985. Lee también una reseña y entrevista con el autor: El esfuerzo de buscar las
Por Ricardo Aricapa
Cuando a las tres de la tarde suena el timbre que anuncia el fin de su turno en la fábrica
 Noel, donde trabaja, Luis Carlos Cadavid no tiene su mente ocupada en esas
pequeñas compensaciones que el ocio da a la vida gris de los obreros cuando terminan
su jornada. 
Él no busca la cerveza compartida en una mesa de café, ni busca la oscuridad de un cine 
para desconectarse del mundo, ni se va para su casa a sumergirse en esa cotidianidad que
 apenas cabe en dos habitaciones y una pantalla de televisión.
No. Luis Carlos sale de la fábrica con un afán distinto. Toma el primer bus Circular Sur y se
 va para su casa en el barrio Las Mercedes, donde junto a su mujer y sus dos hijos lo espera 
anhelosa de viento su otra enamorada: su cometa.
A menos que llueva o esté enfermo, Luis Carlos ha elevado sus cometas todos los días en
 los últimos dos años, sin faltar ni siquiera los domingos. Dice que lo hace por terapia; para
 dejar que sus preocupaciones, como a su cometa, se las lleve el viento.
No hay duda: en el corazón de este obrero, a quien no es raro ver a media noche con su
 cometa todavía surcando la soledad del cielo, hay un pálpito de pájaro, late el antiguo 
anhelo humano de volar, el mismo que llevó a Ícaro hasta el sol batiendo alas de cera. Pero
 menos codicioso que Ícaro, Luis Carlos se contenta con volar sus humildes cometas.

El santuario del viento

Sin proponérselo, Luis Carlos le está haciendo un enorme favor a la ciudad. Él, con su
 inveterada costumbre de elevar a diario sus cometas en la manga de la urbanización Nueva
 Villa de Aburrá, ha convertido este sitio en un santuario del viento. Allí un domingo se 
cuentan hasta 250 personas, de todas las edades, a quienes las multicolores cometas de
 Luis Carlos han revelado que volar no es solo para los pájaros.
Allí ya es asiduo don Gustavo Bernal, un comerciante de confecciones que llega orgulloso 
con su moderna cometa Parafoy, que desafía sin cola al viento. También se ve una espesa 
barba y tras ella la cara radiante y sin espinas del poeta John Sossa, ensartando la poesía 
en el aire, como él dice.
Llega puntual don Pablo Sánchez, otro comerciante que a sus 55 años no ha dejado apagar
 las cenizas del niño que lleva en el alma. Es un estudioso de las cometas, y tiene muchas.
 Él las ensaya, analiza su vuelo, y les detecta los defectos de construcción que luego en su 
taller corrige para poderlas exhibir al domingo siguiente en un vuelo perfecto.

El hombre cometa

Pero es Luis Carlos Cadavid ‘el cometero mayor’ en la manga de la Nueva Villa de Aburrá, 
a quien todos consultan sus dudas. Él sabe de qué lado es más benevolente el viento, cómo
 deben desplazarse para evitar que se enreden las cuerdas, cuándo hay que recoger o 
cuándo hay que soltar el hilo. Él gesticula y ordena a sus pupilos con un brillo febril en su
 mirada. En cada cometa concentra todo el sumo de su atención, como si de su vuelo 
dependiera el equilibrio del universo.
Su nueva cometa es amarilla, hecha bajo el modelo que inventara Coddy a finales del siglo
 pasado. Tiene la forma de un cajón de compartimientos simétricos en rectángulos 
superpuestos, y es la que está más lejos en el cielo, como un pájaro extraño prisionero de
 un hilo.
Cuenta orgulloso que una vez con una cometa-diamante sin cola hecha por él mismo
 derrotó en un concurso a los cometeros más famosos del mundo: los gringos. Ocurrió en 
un evento organizado en el Palacio de Exposiciones y Convenciones hace dos años, cuando
 todavía no era un profesional en el arte de manejar el viento. Su cometa voló más lejos que
 todas las de los estadounidenses que participaron, solo que su triunfo no fue certificado por
 que la forma de su cometa no era aceptada en el certamen.
El éxito de esa cometa, y de todas las que hace Luis Carlos, está en el material usado, más
 propio para el vuelo que las fibras sintéticas de las cometas fabricadas en Estados Unidos.
 Él usa flechas de cañabrava de barba madura, que crece silvestre y gratis en Porce, 
Sabaneta, Barbosa y otros sitios del Valle de Aburrá. De tener capital, dice, montaría un 
negocio de exportación para inundar el mercado gringo con las flechas de cañabrava, las
 cuales solo se dan en estas generosas tierras de sol perpetuo.
Así como el placer de la pesca radica en ver aparecer el pez ensartado del anzuelo, para 
Luis Carlos la dicha de elevar cometas estriba en las variaciones que el viento produce en 
la tensión de la cuerda, lo cual le confiere a la cometa una cualidad de ser vivo. Y son altas
 tensiones, dice, y cuenta que una vez un gallinazo se desnucó al chocar con la cuerda de 
una de sus cometas, al tiempo que se levanta la manga de la camisa para dejar ver el bulto
 que se ha formado en sus bíceps a fuerza de sostener la tensión de las cuerdas.
Luis Carlos es además un afortunado del destino. Dio con una mujer que antes que enojarse
 por su misticismo cometero, permanece al tanto de las novedades atmosféricas y cuando 
Luis Carlos regresa de la fábrica discute con él sobre la conveniencia de salir o no salir a 
elevar cometas esa tarde. Tampoco se disgusta cuando él, presintiendo desde la mañana 
que el viento de la tarde va a ser bondadoso, se lleva la cometa para el trabajo, y sale de
 la fábrica directo para la manga.
Son las seis y media de la tarde y Luis Carlos señala en el aire unas sombras fugaces. Son
 los murciélagos, enemigos declarados de las cometas, que después del ocaso salen en 
bandadas a congestionar el cielo.
Se puede decir que Luis Carlos es un hombre feliz, porque su felicidad, a diferencia de la 
mayoría de los mortales, no depende de tener a tiempo la cuota del apartamento, o listo el 
vestido para el próximo coctel, o asegurada la suerte en el amor y el aguacate en el
 almuerzo. No. La felicidad de Luis Carlos depende, simplemente, de los designios de la
 rosa de los vientos.


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