UNA TARDE DE VERANO EN EL INFIERNO DE VANESSA
El último verano, cuando volví a ver a Vanessa, casi
se me parte el corazón. Había sido una noviecita de juventud, nos quisimos
mucho, vivimos el momento como solo se
hace antes de los veinte años y un día descubrimos que andábamos en otras
cosas, que teníamos otros intereses, que ya nada nos unía. Casi pensé que la
había olvidado, hasta que la volví a ver.
La encontré demasiado vieja, demasiado triste y
demasiado melancólica. Como si hubiera sufrido mucho, como si el destino se
hubiera ensañado con ella.
- Me trajeron
deportada de los Estados Unidos porque me pillaron sin papeles e inmigración me
despachó ahí mismo. Me hicieron venir con el rabo entre las piernas – me dijo
con amargura.
- Me fui con Jairo. Por el hueco. a través de la frontera.
Nos gastamos los ahorros de más de cinco años de sacrificio y de trabajo como
burros, malviviendo como animales en cuevas de los barrios más pobres y
peligrosos de la ciudad. Cuando estábamos en la parte de la frontera, uno de
los coyotes recibió una información por el celular, se asustó, empezó a hablar
bajito con sus compinches y empezaron a disparar; allí me mataron a Jairo. Se
quedó tirado en un charco, pobrecito, en medio de barro y mugre. Allí se debe
estar pudriendo en muerte, pues ya bien podrida
que tenía su miserable vida. Ni siquiera tener el derecho a un entierro
decente, a una misa por su alma. En eso llegó la guardia, hubo un abaleo, los
coyotes huyeron, a nosotros los que quedábamos nos apresaron, nos encerraron en
jaulas. Allí estuve como cinco días, muerta de hambre, hasta que nos bañaron
con mangueras, nos pusieron ropa, nos amenazaron, nos reseñaron y nos mandaron
de regreso a casa…
Con Jairo – continuó diciéndome sin emoción, fría, con una voz monótona
y mirándome a la cara sin brillo en sus ojos –, hicimos muchos planes. Cuando
lo conocí me pareció encantador y noble, pero de malas para todo. Nada le
salía, era un pobre perdedor. Pero estaba loca por él, me gustaba oírle todos
sus rollos sobre sus sueños, sus esperanzas y ambiciones. Él trabajaba como
empleado en un taller. Tenía vocación de peón, pues todos los negocios que
montó los quebró, pero para trabajarle a otros sí era bueno, ahí sí rendía.
Cuando yo me salí de la casa, empecé a trabajar en un almacén de zapatos, como
no pude estudiar, me tuve que conformar con ganarme el mínimo. Al principio nos
fuimos para un barrio de las comunas, pues era más barato el alquiler, pero
empezaron las guerras entre las bandas, no
se podía entrar o salir después de las siete de la noche y un día un grupo de
milicianos se entró a la casa y me
violaron, se robaron el televisor y la grabadora y a Jairo le tocó ver todo. El
pobre no podía con la rabia y la humillación y lo peor era que no era un
guerrero, no había nacido para la lucha, entonces nos tocó irnos, pobres y
derrotados a otro barrio peor. Un día, viendo que con los sueldos que ganábamos
y con los gastos que teníamos no íbamos a poder ahorrar para irnos a Estados
Unidos, decidió que la mejor forma era no pagar arriendo y así vivimos como
gitanos en apartamentos desocupados durante casi cuatro años. El procedimiento
era simple: uno de los dos nos
pillábamos en los edificios que no tuvieran portero, cuál de los apartamentos
estaba desocupado hacía mucho tiempo, por feo, por oscuro, por frío o por caro.
Nos poníamos la mejor ropita, íbamos a la oficina de arrendamientos, pedíamos
la llave con la disculpa de que lo queríamos alquilar, le sacábamos la copia y
por la noche, cuando nadie nos viera, nos metíamos allí con el maletincito
donde teníamos las cobijas, el jabón y la ropa. Al principio nos moríamos de la
risa, nos amábamos locamente en esa complicidad de dos pobres diablos, muertos
de frío y llenos de ilusiones. Al otro día, salíamos muy de madrugada para que
nadie nos viera, aprendimos a vivir en la oscuridad y el silencio, a movernos
como gatos con sigilo y cautela. Siempre teníamos dos o tres apartamentos ya en
la mira por si teníamos que cambiar rápidamente de ubicación, por si alguien
nos descubría o empezaba a sospechar. Para no gastar en alimentación mucho
dinero, comíamos en el centro donde usted encuentra almuerzos y comidas
completas por centavos. Y en medio de esa vida de estrecheces y limitaciones
fuimos reuniendo un pequeño capital para poder emigrar. A él se le ocurrió
pedir la visa a lo legal, pero por supuesto se la negaron. Se gastó un poco de
plata en el intento y quedó muy ofendido.
Al final, cansados de ver que estábamos en un círculo
vicioso de mediocridad y pobreza, y que ninguno de los dos teníamos las agallas
para la delincuencia, decidimos irnos como ilegales para la USA. Ya le conté el
resto.
- Me da
tristeza verme vieja y pobre, sin estudio, sin Jairo, sin saber para dónde
coger. Me da rabia saber que estoy entre las que mi Dios escogió para
perdedoras, para estar siempre del otro lado de la suerte, de la otra orilla de
la felicidad.
Sintiendo que ya había agotado el tema de su pequeño
mundo, de su despreciable existencia, se quedó en silencio. Fumó un cigarrillo
y noté que sus manos estaban precozmente viejas, ruinmente demacradas por el
sufrimiento y el exceso de privaciones.
Todavía caminaba erguida y tenía un lindo cabello. Me
pareció que todavía tenía un aire de dignidad que no la dejaba caer en la
indigencia o en el suicidio, más allá de la tragedia, de su propia vida. Nos
despedimos un poco cortantes, sin promesas, sin cortesía, sin falsas nostalgias
ni antiguas alegrías. Ni siquiera el calor de aquel verano diluyó la melancolía
de aquel encuentro. Nunca volví a saber
de ella.
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