lunes, 27 de julio de 2020

UNA TARDE DE VERANO EN EL INFIERNO DE VANESSA -cuento-

Nota: Durante una charla con alumnos de un taller literario, se propuso hacer "cuentos del barrio". Yo propuse este cuento, relacionado con una historia que conocí años protagonizada por una chica que conocí en San Bernardo. No es literal, es muy aproximada, pero sirvió de inspiración.



         UNA TARDE DE VERANO EN EL INFIERNO DE VANESSA

El último verano, cuando volví a ver a Vanessa, casi se me parte el corazón. Había sido una noviecita de juventud, nos quisimos mucho, vivimos el momento  como solo se hace antes de los veinte años y un día descubrimos que andábamos en otras cosas, que teníamos otros intereses, que ya nada nos unía. Casi pensé que la había olvidado, hasta que la volví a ver.

La encontré demasiado vieja, demasiado triste y demasiado melancólica. Como si hubiera sufrido mucho, como si el destino se hubiera ensañado con ella.

 - Me trajeron deportada de los Estados Unidos porque me pillaron sin papeles e inmigración me despachó ahí mismo. Me hicieron venir con el rabo entre las piernas – me dijo con amargura.

- Me fui con Jairo. Por el hueco. a través de la frontera. Nos gastamos los ahorros de más de cinco años de sacrificio y de trabajo como burros, malviviendo como animales en cuevas de los barrios más pobres y peligrosos de la ciudad. Cuando estábamos en la parte de la frontera, uno de los coyotes recibió una información por el celular, se asustó, empezó a hablar bajito con sus compinches y empezaron a disparar; allí me mataron a Jairo. Se quedó tirado en un charco, pobrecito, en medio de barro y mugre. Allí se debe estar pudriendo en muerte, pues ya bien podrida  que tenía su miserable vida. Ni siquiera tener el derecho a un entierro decente, a una misa por su alma. En eso llegó la guardia, hubo un abaleo, los coyotes huyeron, a nosotros los que quedábamos nos apresaron, nos encerraron en jaulas. Allí estuve como cinco días, muerta de hambre, hasta que nos bañaron con mangueras, nos pusieron ropa, nos amenazaron, nos reseñaron y nos mandaron de regreso a casa…

Con Jairo – continuó diciéndome sin emoción, fría, con una voz monótona y mirándome a la cara sin brillo en sus ojos –, hicimos muchos planes. Cuando lo conocí me pareció encantador y noble, pero de malas para todo. Nada le salía, era un pobre perdedor. Pero estaba loca por él, me gustaba oírle todos sus rollos sobre sus sueños, sus esperanzas y ambiciones. Él trabajaba como empleado en un taller. Tenía vocación de peón, pues todos los negocios que montó los quebró, pero para trabajarle a otros sí era bueno, ahí sí rendía. Cuando yo me salí de la casa, empecé a trabajar en un almacén de zapatos, como no pude estudiar, me tuve que conformar con ganarme el mínimo. Al principio nos fuimos para un barrio de las comunas, pues era más barato el alquiler, pero empezaron las guerras entre las bandas,  no se podía entrar o salir después de las siete de la noche y un día un grupo de milicianos se entró a la casa y  me violaron, se robaron el televisor y la grabadora y a Jairo le tocó ver todo. El pobre no podía con la rabia y la humillación y lo peor era que no era un guerrero, no había nacido para la lucha, entonces nos tocó irnos, pobres y derrotados a otro barrio peor. Un día, viendo que con los sueldos que ganábamos y con los gastos que teníamos no íbamos a poder ahorrar para irnos a Estados Unidos, decidió que la mejor forma era no pagar arriendo y así vivimos como gitanos en apartamentos desocupados durante casi cuatro años. El procedimiento era simple:  uno de los dos nos pillábamos en los edificios que no tuvieran portero, cuál de los apartamentos estaba desocupado hacía mucho tiempo, por feo, por oscuro, por frío o por caro. Nos poníamos la mejor ropita, íbamos a la oficina de arrendamientos, pedíamos la llave con la disculpa de que lo queríamos alquilar, le sacábamos la copia y por la noche, cuando nadie nos viera, nos metíamos allí con el maletincito donde teníamos las cobijas, el jabón y la ropa. Al principio nos moríamos de la risa, nos amábamos locamente en esa complicidad de dos pobres diablos, muertos de frío y llenos de ilusiones. Al otro día, salíamos muy de madrugada para que nadie nos viera, aprendimos a vivir en la oscuridad y el silencio, a movernos como gatos con sigilo y cautela. Siempre teníamos dos o tres apartamentos ya en la mira por si teníamos que cambiar rápidamente de ubicación, por si alguien nos descubría o empezaba a sospechar. Para no gastar en alimentación mucho dinero, comíamos en el centro donde usted encuentra almuerzos y comidas completas por centavos. Y en medio de esa vida de estrecheces y limitaciones fuimos reuniendo un pequeño capital para poder emigrar. A él se le ocurrió pedir la visa a lo legal, pero por supuesto se la negaron. Se gastó un poco de plata en el intento y quedó muy ofendido.

Al final, cansados de ver que estábamos en un círculo vicioso de mediocridad y pobreza, y que ninguno de los dos teníamos las agallas para la delincuencia, decidimos irnos como ilegales para la USA. Ya le conté el resto.

-  Me da tristeza verme vieja y pobre, sin estudio, sin Jairo, sin saber para dónde coger. Me da rabia saber que estoy entre las que mi Dios escogió para perdedoras, para estar siempre del otro lado de la suerte, de la otra orilla de la felicidad.

Sintiendo que ya había agotado el tema de su pequeño mundo, de su despreciable existencia, se quedó en silencio. Fumó un cigarrillo y noté que sus manos estaban precozmente viejas, ruinmente demacradas por el sufrimiento y el exceso de privaciones.

Todavía caminaba erguida y tenía un lindo cabello. Me pareció que todavía tenía un aire de dignidad que no la dejaba caer en la indigencia o en el suicidio, más allá de la tragedia, de su propia vida. Nos despedimos un poco cortantes, sin promesas, sin cortesía, sin falsas nostalgias ni antiguas alegrías. Ni siquiera el calor de aquel verano diluyó la melancolía de aquel  encuentro. Nunca volví a saber de ella.



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